AYER éramos todos angelinos convocados al funeral-show de Michael Jackson, y lo que sucedió en la cancha de los Lakers tendrá consecuencias planetarias. En la era mediática habían dejado su impronta tres funerales: el de Lady Di, con la plebe sobrepasando la hipocresía de la familia real británica; el de Teresa de Calcuta, por contraposición y por autenticidad que no codifican bien ni la señal analógica ni la digital; y el de Juan Pablo II, con el Vaticano encantado de la marea humana fotografiando con sus móviles el féretro y la solemnidad. Nos faltaba uno made in USA, y el de Jackson marcará un antes y un después en la representación de la realidad, en la configuración de los juicios paralelos, en la gobernación de los iconos, en la exhibición de la intimidad y en la comercialización de la necrofilia.

Como espectáculo de cuerpo presente, fue el mejor reality show del año, con buena música, emotividad y sorpresas. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia mundial en la construcción de mitos y en sentirse orgulloso de ellos. Ya toma nota José Bono para imitar a la Cámara de Representantes norteamericana, que ayer exhibió en el funeral la concesión del título de icono nacional para el cantante.

Nunca hubo semejante ajuste mediático de cuentas contra el juicio (más sensacionalista que real) que sufrió Jackson por la acusación de pederastia que no se probó y la extorsión consiguiente. Nunca una familia ha tenido tal oportunidad para lavar su mala imagen y sus culpas, rodeados de personajes con aura especial como los hijos de Martin Luther King o Magic Johnson. Y nunca se había sacado del anonimato a una niña de esa manera para que llore y haga llorar como se hizo ayer con Paris, de 11 años, entronizada así como heredera de un rey con mucha corte.

This is America. Pero el funeral de Jackson será imitado y vampirizado por otros gobiernos y otras televisiones.