La esquina

¿Nos invitan o no nos invitan?

QUÉ sinvivir estamos viviendo a cuenta de si nos invitan o no nos invitan a la cumbre del día 15 en Washington para reformar el sistema financiero internacional. Ojalá pueda sentarse allí Zapatero. Es lo que correspondería a la importancia de España como potencia media ubicada en la parte de arriba de las economías del mundo.

El problema procede del lugar en que se celebra la reunión y del anfitrión, que es el presidente saliente de Estados Unidos, mal relacionado con el nuestro. Ahora lo que se dilucida es si Zapatero estará gracias a la mediación del brasileño Lula, presidente del Grupo de los Veinte, o a la cesión por el francés Sarkozy de una de las dos sillas teóricas a las que tiene derecho, como presidente de turno de la Unión Europea y como miembro de pleno derecho del Grupo de los Ocho. España no pertenece ni al G-8 ni al G-20, de modo que su hipotética presencia tendrá que valerse de alguna de estas vías sinuosas.

Lo extraño es que Zapatero haya querido plantear la cuestión en la arena pública. A simple vista, parecería más adecuado que la ofensiva diplomática desatada para asegurar la participación española en Washington se hubiera desarrollado de manera discreta, moviendo influencias, esgrimiendo razones y argumentos y ganando aliados en la penumbra en la que se solventan estas cuestiones. De este modo, si el éxito corona las gestiones, se puede anunciar la buena nueva a bombo y platillo, y si hay fracaso, no se dan cuartos al pregonero ni se tiene sensación de ridículo.

No es descabellado pensar que Zapatero lo ha querido así por uno de sus frecuentes arrebatos de imagen (de buena imagen, quiero decir). Si el desafío público de querer estar a toda costa en la cumbre se salda favorablemente, se apuntaría el tanto de haber obligado a Bush a ceder. Si, por el contrario, la invitación nunca llega, siempre podrá culpar a la animadversión de Bush, incapaz de superar su rencor incluso cuando le quedan dos pelados al frente de Estados Unidos y en un asunto de trascendencia para toda la comunidad internacional.

En el fondo, lo que hay es un fracaso de la política exterior española, que se mueve a bandazos y no consigue imponer en la escena mundial la relevancia que como nación desarrollada merecemos. Aznar se pasó poniendo a España a los pies de Washington en la cuestión que más le ha aislado de sus aliados tradicionales (la guerra de Iraq) y Zapatero se fue exactamente al otro lado, rompiendo puentes con la primera potencia planetaria, que lo es independientemente de sus gobernantes de cada cuatrienio. Entre uno y otro nos han privado del papel que nos toca: un país mediano tirando a grande, leal con sus alianzas e independiente cuando lo cree necesario. A saber cuánto tiempo tardaremos en encontrar ese papel.

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