TRAS el indecoroso partido que el Sevilla perpetró el pasado miércoles ante un equipo de aficionados en un angosto campo de césped artificial, alguien apuntó en las redes sociales, de forma muy gráfica, que el Sevilla de Julen Lopetegui juega igual tenga enfrente al Bayern Múnich, el Cádiz o el Andratx, que fue el caso, y que su marcadísimo estilo –sea con dos centrales o con tres, y esto lo añado yo– queda en evidencia y chirría cuando el de enfrente es la quintaesencia de la modestia. Y en cierto modo es así. El Sevilla no se va a salir del patrón si hay una prórroga y el consiguiente peligro de descarrilamiento ante un enemigo tres categorías por debajo, como se vio en la segunda ronda de Copa.

Una de las facturas de apostar siempre por un estilo sin mirar al de enfrente es ésa. Pero los beneficios tardaron en aflorar lo que tardó el Sevilla en jugar el siguiente partido, tres días. Tener ese acentuadísimo acento colectivo, sublimar el orden y el control entreteje una tela en el comportamiento del grupo como tal. Como los resultados cargan de razones a Lopetegui y al propio equipo, nos encontramos con un bloque de puro pedernal, que ha tejido una capa impenetrable a medida que las adversidades se ceban con él.

El Sevilla está creciendo mentalmente en el mismo campo de batalla donde otros hubieran hincado las rodillas, entregados a su malísima suerte. Rendidos a la derrota. Pero ellos, a medida que han ido ingresando compañeros en la enfermería, más enteros han defendido el escudo.

Ocurrió en la segunda parte ante el Villarreal, también en un estadio tan proclive a la rendición como San Mamés –allí claudicó la pasada Liga tras ir ganando, sin ir más lejos– y de nuevo aconteció ante el campeón de Liga. El Atlético jugó mejor que los sevillistas en la segunda parte. O eso pareció. Pero el juego es mucho más que atacar más que el otro. Y ahí es donde habla el Sevilla.