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Por montera

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La lección del mar

CUANDO nos acercamos al mar, nos hechiza la inmensidad, la hondura de un dios de agua. Los antiguos eran conscientes de que las orillas humanas se detenían donde empezaban las jurisdicciones de Poseidón, que arremetía con el poder de su tridente. Quiero decir que los bisabuelos respetaban al mar. Desde pronto, los pueblos marineros se echaron sobre la historia con sus barcos, desde los fenicios hasta los vikingos, y también nosotros, los españoles, cuando cosimos unas tierras alrededor del mundo y las enhebramos dándole puntadas al agua con galeones preñados de futuro.

Y ahora que las costas gallegas y cantábricas han sido quebradas por la furia de los últimos temporales, surge la cuestión: ¿cuándo se perdió el respeto al mar? Hemos construido hasta donde rompen las olas, atraídos por el sabor de la sal, y ahora pagamos que él muestre la querencia de derrotar a quienes cuestionan su autoridad. La mar, dicen quienes la tienen cerca; porque es más usual otorgarle un tratamiento en femenino a lo que se conoce en lo íntimo. El mar, en masculino, dicen los del interior, los que sólo alcanzan los océanos azules en sueños. Pero él habita más allá de géneros gramaticales: se habita a sí mismo, y a veces se excede y se rebasa. Los poderosos ejércitos del agua son movidos por los vientos, por las mareas dictadas por la luna y por corrientes ocultas. Y parecen hechos para demostrar a la altanería humana que no hay dique que los contenga. El mar es un recordatorio continuo, un vaivén sonoro que no deja de insistirnos en nuestra pequeñez. El poeta Neruda lo advirtió: "Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia: no sé si es ola sola o ser profundo".

Esta semana hemos conocido familias que han visto cómo a sus casas o a sus negocios los arrebató el golpe insensible del agua. Como un naufragio en tierra. Y, de hecho, algo tenían de robinsones desconcertados. Una persona conmueve más que una multitud, y cómo no conmoverse escuchando esos relatos en primera persona, temblorosos, de quienes han quedado marcados por el mar. Tardarán en apagarse los sollozos de los desheredados por el Cantábrico, por el Atlántico milenario. Ojalá sean provistos por los suyos, por la solidaridad de todos nosotros, por la suerte que los días les deben.

Escribo estas palabras bajo un cielo limpio que preludia la primavera. Pero aunque se hayan calmado los vientos, sigo oyendo el murmullo del mar como una plegaria acuática, como una sinfonía de las espumas. Como si el mar fuera una muralla hacia abajo, hacia donde hay secretos que nunca alcanzaremos y que se parecen a los sueños. No olvidemos su lección: somos pequeños, frágiles, dados a la belleza.

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