Coge el dinero y corre

Federico / Durán

La mina de oro del 'tecnouniverso'

COMO todas las ciudades del mundo, Nueva York tiene sus pegas y sus virtudes, y ambos grupos de realidades conforman un todo indivisible cuyo mejor resumen sería éste: no hay otro lugar donde el ocio y el trabajo marquen un pico tan alto. Porque la manzana grande es un engranaje diseñado para producir. Las jornadas laborales sobrepasan fácilmente las once horas, igual que en Tokio, y el sistema empresarial no te adjudica, como en España, treinta días de vacaciones por año trabajado sino que básicamente vincula el descanso a tu estancia en la compañía, potenciando aquello de la fidelidad más o menos incentivada. Normalmente, y ésta es una diferencia crucial con España, el trayecto profesional está bien prefijado: tanto rendimiento, tanta responsabilidad, tanto salario, con peldaños claramente definidos que suelen implicar saltos cualitativos evidentes. Uno sabe que puede mejorar sin necesidad de cambiar de camiseta, justo el sistema contrario al que parece funcionar en la Península, donde promoción es una palabra que suena a mandarín. Y, paradójicamente, tantas cláusulas de permanencia no impiden que EEUU sea un país con una extraordinaria movilidad laboral. Si vives en NY sabes que junto a ese montón de defectos de cualquier metrópoli (y no son pocos: suciedad, estrés, soledad) existe un catálogo apabullante de oportunidades.

La cultura de la buena empresa incluye además ciertas estrategias inteligentes para potenciar los intercambios comerciales. Si uno ingresa en una firma, la bienvenida, o la señal de que al fin pertenece a la estirpe de los asalariados de rating más avanzado, consiste en recibir una tarjeta de crédito (menudo acto de fe) y un iPhone/Blackberry. Aunque la Blackberry sea un producto canadiense, y los canadienses, como los portugueses para los españoles, apenas existan, podríamos decir que pertenece a la órbita EEUU o, más incorrectamente, a la galaxia americana (un canadiense , como un yanqui, sólo considera americanos a los propios estadounidenses). El iPhone es otra historia: enteramente patrio, se ha convertido en el juguete favorito del gran público. No le va mal a Apple: durante el tercer trimestre del año ingresó 15.700 millones de dólares (+61% respecto a 2009) y cosechó un beneficio del 3.250 millones (+78%). Entras en una empresa, pagas bastantes impuestos, recibes una tarjeta de crédito que cobrará pequeños peajes al consumidor y al comerciante y, guinda perfecta, te regalan un supermóvil con el que gastar un montón de pasta en aplicaciones, descargas, tarifas planas y pijadas varias. Lo de las tarjetas, por cierto, puede vivir su propia revolución industrial: un juicio aún vivo en EEUU dirimirá si las tiendas tienen derecho a ofrecer descuentos a los clientes que paguen en efectivo para ahorrarse el canon tarjetero. El tecnouniverso, decíamos. Un paisaje radicalmente diferente al mediterráneo. El iPhone echando humo en el metro, en las esquinas de Manhattan, en los patios de todos los restaurantes de la ciudad. Dinero que flota y se desplaza. Dinero que crea, y ésta es una reflexión estrictamente sociológica, burbujas individuales y tristemente herméticas. Es muy común observar en cualquier barra de bar a cuatro amigos en silencio, concentrados en sus maquinitas, renunciando al contacto real por el virtual, con la contradicción añadida de que esa gestión virtual persigue a menudo el objetivo de otro encuentro de carne y hueso. Menuda idiotez de círculo vicioso, ¿verdad? Pero Steve Jobs debe estar exultante. Apple seguirá deslizando sus productos y el mercado los seguirá abrazando, porque Apple es EEUU, un tentáculo representativo del Imperio, y gastarse los ahorros en un producto ideado, diseñado, fabricado (perdón, fabricado no) y bautizado en casa debe motivar una barbaridad.

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