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La tribuna

manuel Bustos Rodríguez

El momento de Europa

ME pregunto en qué experiencia nos basamos para creer todavía que somos capaces por nosotros mismos, con nuestras propias capacidades, de crear un futuro a nuestra medida. Los desgarros experimentados por Europa en el último siglo invitan a pensar lo contrario. Pero seguimos demostrando mucha tozudez, dificultad para reconocer la fragilidad de lo humano, y algunos se sienten conminados a sacar pecho y seguir creyendo que su razón, su ciencia y su técnica bastarán para vencer las dificultades y salvarnos de los peligros que acechan.

Esta confianza no puede ser sino el remedo de la que nació hace más de dos siglos, durante la Ilustración, y que, contra viento y marea, fue reforzándose en las siguientes centurias, hasta creer que el hombre tenía la llave de acceso al paraíso terrestre. Hoy todavía, si no se cede ante el nihilismo, pensamos que basta para su logro con el progreso del conocimiento, esfuerzos legislativos y tiempo.

Escribo esto por lo que está sucediendo en nuestra Europa. Vivimos un tiempo de zozobra, un conjunto de amenazas, sin que hayamos encontrado todavía la solución que tales medios debieran habernos proporcionado. Me limitaré a comentar brevemente dichas amenazas.

Una muy actual es la inestabilidad política de la Unión Europea. No se trata sólo de sus difíciles relaciones con Rusia, otrora presididas por la Guerra Fría. Antes bien, dentro de ella hay fuerzas vigorosas que amenazan su orden, tan dificultosamente obtenido. El emerger del nacionalismo euroescéptico (Francia, Austria, Alemania, Reino Unido) y de los nacionalismos dentro de la propia nación (Escocia, Cataluña, País Vasco), más la heterogeneidad de los países miembros (no digamos ya nada si ingresa Turquía), sugiere una nueva fragmentación de Europa y, por tanto, que cada miembro tire por su lado. Hay partidos que aceptan con reticencias los controles desde Bruselas. Los períodos de crisis (y ésta viene siendo ya larga entre nosotros) son propicios a estas reacciones.

Otro tema es el permanente flujo migratorio hacia la Unión, asunto vinculado también a la búsqueda de soluciones propias. Sentimientos humanitarios aparte, a nadie se le escapa (aunque no todos se atrevan a decirlo abiertamente) los problemas que este flujo masivo y continuo (que se une al goteo incesante) puede producir, coincidiendo con un momento en que Europa no está precisamente boyante. Las reacciones que en algunos países se están produciendo son una muestra de lo que pudiera ocurrir a la larga, agrandado, si se extendieran.

El terrorismo islamista ha logrado entrar en la vida cotidiana de los europeos, sembrando el miedo. La Unión tiene ya una masa importante de ciudadanos y residentes musulmanes en sus poblaciones. ¿Hasta qué punto su integración es un hecho? Cabe pensar que la afinidad cultural pueda llevarles a facilitar apoyo a los terroristas. Y, en cualquier caso, ¿cuánto tardará en ser Europa un país de mayoría musulmana? Es posible que a muchos esto no les preocupe, pero no olvidemos que, detrás de una religión, hay también una cultura, una forma de vida, una cosmovisión y que, en este caso, es muy distinta de la nuestra, de raíz cristiana y occidental, y desaprueba muchos de nuestros valores y costumbres.

Esto nos lleva a abordar un último aspecto. El Estado de Bienestar se sostiene básicamente por la contribución al Estado de un número suficiente de personas en edad y con posibilidad de trabajar. Pero ello depende a su vez de que se asegure el necesario relevo generacional y que la economía marche aceptablemente bien.

La primera de estas premisas no se cumple y la segunda sólo en parte. El progresivo envejecimiento de la población más que una posibilidad, es un hecho. Por su grado de desarrollo y su actual visión del hombre, en Europa aumentan más los perros y gatos que los niños. Los jardines para ancianos proliferan y los infantiles disminuyen. ¡Todo un síntoma!

Europa no avanza para salir del atasco. Ni siquiera parece capaz de proveer a su defensa. Por esa vieja confianza que preside aún su quehacer, piensa que invocando a los dioses de la tolerancia, el diálogo, el bienestar y la igualdad basta para conjurar los demonios de toda laña que andan sueltos. Y ha olvidado que se requiere algo más que un deseo; exige lucha, sacrificio, renuncia y un sentido que trascienda la razón, justo lo que los europeos no quieren. A su manera, euroescépticos y nacionalistas vienen a recordárselo en parte.

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