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Las naranjas de la capital son agrias

Venidas del campo a la ciudad, las gentes de las casitas bajas se hacen a un agrio desengaño

Entre sabios maestros del oficio periodístico se dice que el título es la mitad del artículo. Llevado este certero principio al frontispicio de las novelas, importa no poco titularlas con particular acierto, como si sus páginas todas cupieran en las precisas y pocas palabras que las reúnen. Las naranjas de la capital son agrias. Así tituló José María Requena una de sus novelas con la que, en 1983, obtuvo el Premio Luis Berenguer. Este escritor sevillano, al que la desmemoria suele colocar en el rincón del olvido, conoció de primera mano tanto el periodismo como la literatura. Aunque el Premio Nadal, de 1971, con su novela El Cuajarón y, sobre todo, el abandono de sus quehaceres como director de El Correo de Andalucía, en 1978, le pusieron por delante la faena de las palabras compuestas con singular esmero en novelas repletas de vida arremolinada, versos de transparente lucidez y ensayos de juiciosa entidad.

Manuel Alvar, eminente filólogo y director de la Real Academia Española, escribió en 1991, a propósito de esta novela de Requena: "Leyendo estas trescientas páginas uno evoca el mundo clásico. Las naranjas de la capital son agrias nos da desde el título, una clave para poseer la visión del cosmos: el éxodo a la ciudad produce desencantos. Esto es el zumo que de estas naranjas se extrae". Consideró Alvar que tal novela era una "atalaya de la vida humana", cuyo contenido podía adelantarse "porque el título le da un argumento adensado". Así es, el relato desde un otero que el narrador sube y baja porque participa en la vida además de contarla, o es que la cuenta porque participa en ella. Ya que una novela, sostiene el académico, siempre será "contar cosas con su argumento, con hombres de carne y hueso y con prosa que atenaza (…). Tener que contar y saber contarlo".

Compone Requena un elenco de personajes que acompañan a Fermín, un zagal brioso, en la marcha, más resignada que abierta a expectativas, del campo a la ciudad, afincadas las gentes en casitas bajas, con macetas de geranios como muestrarios del campo. Hechas, en fin, al sencillo desengaño de la amargura: "Ay, los naranjos, qué imborrable el desengaño aquel ante tantas y tan hermosas naranjas, tú con tus quince años acabados de venir del campo, mirada de reojo, recelosa mirada de no acabar de creértelo, bah, me huele a trampa, deben dejarlas ahí, sin cosechar, para ver si alguno pica tan jugoso anzuelo (…), se ve que aquí en el centro desprecian la buena fruta de balde, están hartos de todo, no tienen, como dice mi padre, la ilusión que se siente por todas las cosas cuando no se tiene nada (…), pero uf, qué agria, la leche que mamaron las naranjas y todos los naranjos, la madre que parió a quien mandó plantarlos, hijos de puta, eso, de fijo que lo acordaron entre risas, ya veréis cuando lleguen los chavales esos de los barrios bajos y se piensen que están en el paraíso, naranjas y más naranjas hasta hartarse".

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