RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez Azaústre

La noche de los muertos vivientes

INICIAMOS septiembre enterrando a los muertos, que es una manera natural de encarar cualquier curso. Es normal que los hijos de quienes no encontraron sepultura quieran ponerla ahora, otorgarle una forma, darle una conciencia de la muerte: España es el país de la muerte, como se ve en la Semana Santa y en el sacramento de los toros. Sin embargo, existiendo el derecho familiar a encontrar esos restos, a elegir otro espacio en que hospedarlos, sería igual de comprensible que prefirieran dejar los huesos calmos donde están. Así, hay descendientes que prefieren seguir en la ignorancia de una fosa, o si no en la ignorancia, en la inexactitud, no ejerciendo la retroactividad de los entierros y respetando esa hermandad con las raíces que son la sepultura: porque cuencas y venas, manos anchas, ojos y espalda, corazón y pulmones, ya se han fusionado con la tierra.

Los derechos están para ejercerlos, pero para ejercerlos si se quiere. Siempre que son otros quienes nos exhortan, y quienes nos airean frente a otros nuestro derecho a ejercerlos, es fácil colegir que lo que están buscando es otra cosa. El problema de estos muertos que ahora se levantan de las fosas es que en realidad están muy vivos, porque los mismos conflictos que salieron un día de sus labios antes de besar la noche eterna son los que ahora oímos en la calle, en la boca de nuestros políticos y de nuestros periodistas. Y España, como se sabe, es el país de la muerte, pero también el de todos los maniqueísmos. Porque, siendo una verdad objetiva que la guerra civil se inició con un golpe de Estado militar contra un Gobierno legítimamente constituido, y que a esa guerra civil le sobrevino luego una dictadura terrible marcada por la victoria de los vencedores y el oprobio para los españoles derrotados, no es ninguna verdad que de esa realidad se pueda deducir un marco cerrado que santifique, aunque sea laicamente, a la República, y condene a los infiernos a la vez a todo aquel que militó en filas franquistas, porque ni la vida es tan sencilla ni una guerra lo es.

Que el bando franquista fue el bando también de Hitler y Mussolini es una realidad, como lo es que la República, abandonada por las potencias democráticas, se entregó a los brazos soviéticos de Stalin. ¿Fue peor Hitler que Stalin? Indudablemente, no. Una posguerra estalinista, ¿habría sido quizá más democrática? Que se lo pregunten a los millones de asesinados por el comunismo. ¿Existen los matices? Afortunadamente, sí. Que ejerza el derecho quien lo quiera, que se recupere al familiar, que se llore su suerte, aunque sea con retraso, igual que otros antes también lloraron pérdidas iguales. Pero que sea un entierro limpio, que no se manipule la herencia de un dolor más de siete décadas después.

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