Opinión

JULIA GARCÍA-GOZALBES

17.000 nombres y apellidos

ÚLTIMA etapa. Llego a Sevilla. Es la primera vez que escribo desde que salí hacia Guinea hace ya más de un mes. El tiempo subjetivo es mayor que el tiempo objetivo. Por la intensidad, no siempre agradable. Los días pasan y la adrenalina, la urgencia, no me han dejado pensar mucho sobre las tragedias diarias. La falta de intimidad también ayuda a que esas lágrimas no salgan.

Veo un reportaje de nuestro trabajo en Guinea. Por primera vez, se me hace un nudo en la garganta. No hago nada para contener las lágrimas, incluso trato de forzarlas. Es como si, al llorar, me limpiara de todas las imágenes tristes vividas este último mes. Pero no vienen.

Llegué hace unos días a Europa. La psicóloga de la unidad de salud de Médicos Sin Fronteras (MSF) me advierte sobre los problemas de la vuelta. Que tengo que estar preparada para el rechazo, incluso de los más cercanos. Pienso en mi familia y en los amigos (categorías de límites difusos y superpuestos) que confían en que, de verdad, si no hay síntomas, no hay peligro. Y agradezco la fortuna que tengo.

Detienen en Estados Unidos a una enfermera por el simple hecho de haber ido a Sierra Leona. Sí, detenida. Cualquier otra palabra es un eufemismo. Aislada sin tener síntomas, por miedo, desconocimiento e incompetencia. O nos tratan como a héroes o como a delincuentes… ¿acaso no hay término medio? Solo somos personas que hemos decidido ir a África occidental porque el mundo no está dando respuesta a pesar de los llamamientos.

Más de 17.000 casos. No conseguimos modificar con nuestras acciones el curso natural del brote. Empiezan a verse iniciativas en el terreno. Pero aún son pocas. Perdemos.

Los hospitales están vacíos; los centros de salud, cerrados en su mayoría. La gente muere de diarrea o neumonía. Mathias, grande, dirige el centro de salud del de Bouffoussou. Implicado hasta la médula va de casa en casa, convenciendo y sensibilizando a la gente para que vengan al centro si sus síntomas son compatibles con el virus. También trabaja en el seguimiento de todas las personas que hayan tenido contacto con un enfermo o hayan participado en un funeral, y les pregunta diariamente por los síntomas.

Él solo hace el trabajo de tres personas. Y me confiesa que tiene miedo, miedo de no reconocer un día a un enfermo y contagiarse. Que está pensando en huir. No puedo juzgarle. Que nadie lo haga: trabaja de sol a sol sin la protección adecuada porque no le llegan las mascarillas o las gafas que alguna organización prometió darle. Le dejo dos o tres, de nuestro stock, que por desgracia ya va justo. Y es que el personal clínico está en riesgo: un motivo más para que MSF se implicase en las, hasta ahora, pequeñas epidemias de fiebres hemorrágicas del centro de África. Porque quedarse sin sanitarios será una de las tragedias de las que África occidental tendrá que sobreponerse.

Y entre tanta palabra, la gente sufre. Con nombres y apellidos. Situaciones dramáticas cuya descripción se hace imposible.

Daniel. De 5 años. Acepta dócilmente que, vestida de astronauta, le separe de su hermano David para llevarle a la zona de confirmados: Allí estará solo hasta que su hermano entre también para acabar muriendo los dos.

Djene. De 8. Una niña que llega en una ambulancia después de seis horas de viaje con otros seis pacientes. No habla. La llevamos en camilla, de nuevo, con nuestros trajes de astronauta. Trato de crear algún tipo de contacto y me doy cuenta de lo difícil que es cantar con el traje puesto. Es como si intentara cantar corriendo un maratón. Hoy no hace mucho calor y puedo estar más rato con el traje y acompañarla para intentar que tenga un final digno. Es parte de nuestro trabajo.

Peve. Un nene de 15 días. Permanece solo la mayor parte del día. Llora y el resto de los pacientes no pueden cogerle para consolarle: está en la zona de quienes esperan el resultado del test, y allí es estrictamente necesaria la regla del no contacto, hay que evitar la contaminación cruzada. Cada vez que entro, estoy 30 minutos con él. No se lo digáis a nadie pero, en el reparto de tareas, ya me preocupo de que me toque asistirle. Le doy de comer y le canto alguna nana, le cambio los pañales y le examino. El primer test es negativo. Quién sabe… puede que solo sea una sepsis.

¡Oude se ha curado y acaba de salir del centro! Vio morir a sus padres. Cuando fui a su casa, para aconsejarles a ella y a sus dos hermanos que vinieran al centro, sus ojos eran puro terror. Afortunadamente, Oude aún cuenta con un hermano sano que no tiene miedo de abrazarla.

Y así podríamos seguir, nombre a nombre, hasta las más de 17.000 personas que se han infectado. Recordémosles con nombres y apellidos, y démosles la dignidad que merecen.

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