Baja temeraria

Mercedes de Pablos

La oveja mansa

Hay un libro que llevo años buscando, La oveja mansa, que leí en casa de Pilar del Río, lo terminé en una tarde, me dispuse a destriparlo y usarlo de manual de citas y lo perdí de vista. Imposible encontrar un ejemplar, ni nuevo ni viejo, ni tampoco en la biblioteca donde lo encontré. La presunta propietaria asegura que suyo no es.

El libro es una mezcla entre realidad y ficción, muy americano como su autora, y parte de una pregunta retórica o al menos sin inmediata respuesta: quién decide aquello que se convierte en popular, qué hizo que el hula-hop o el tupé o las mesas con forma de riñón se pusieran de moda. Cuál es la clave. Porque a veces ni la publicidad ni la inversión lo logran, sino un clic misterioso que hace que millones de personas acepten, de pronto, que los pantalones nalga abajo favorecen. La autora nos remite al prodigio de la oveja mansa. En un rebaño hay quien manda, sí, pero sin rasgos aparentes, sin un liderazgo que pueda percibirse de forma clara. La oveja mansa (tiene bemoles, pero así se llama) ni es más grande, ni más fiera, ni más valiente ni siquiera más dócil. Ni una sola pista para saber quién es quien lleva a su peña de un lado a otro. Ni un solo gesto de vanidad para demostrar que ella, y sólo ella, tiene el poder sobre la grey.

Estos meses hemos oído mil y una veces la referencia al rebaño sin que debamos sentirnos ofendidos. Los epidemiólogos, virólogos y especialistas (entre los que, según carrera académica, no parecen encontrarse los jueces aunque sean de Bilbao) nos han hablado de la inmunidad del rebaño, ese número suficiente de infectados y supervivientes del bicho que , como una suerte de vacuna natural, nos protege a todos frente al enemigo vírico. El concepto parece sencillo pero nos remite inevitablemente a la idea de que efectivamente, a pesar de nuestro secular individualismo, somos colectivo, masa invertebrada incluso, y que sólo como grupo podemos afrontar según qué retos. Ya en la crisis de 2008, que irse no se ha ido, nos advirtieron de la fragilidad de derechos -salud y educación públicas entre ellos- en aquellos países donde no se consideraban fruto del esfuerzo de todos sino casi un merecimiento natural, porque yo lo valgo. Ahora más que nunca deberíamos sentir la necesidad de grupo, la supervivencia de todos. Y sin embargo parece que nos hemos tomado la Navidad por nuestra mano, donde nadie nos ve, en la inviolabilidad del hogar (no parece aconsejable incorporar la patada en la puerta, sueño húmedo de aquel ministro tosco). No nos valen las lágrimas ajenas ni las súplicas de los sanitarios ni aún menos la autoridad. Ninguna. Callamos ante el autoritarismo pero nos resistimos a la auctoritas.

La oveja mansa debe pacer sola o ya sólo ejerce su misterioso liderazgo en el mando de la televisión.

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