AL ofrecerme la posibilidad de escribir en este periódico durante la cuaresma, la satisfacción que me invadió pronto se torno en pánico. Ni escribo bien ni soy experta en Semana Santa.

Como concejal de Fiestas Mayores no oculté mis carencias, más bien intenté paliarlas con dedicación y corazón, consciente de que es éste un mundo de claves arraigadas, con unos cánones establecidos en el fondo y en las formas que no se aprenden en dos días.

Ahora tampoco miento al afirmar que me siento feliz porque la memoria sólo me proporciona gratos recuerdos. Así, hoy que es el Vía Crucis del Consejo con el Cristo de la Expiración del Museo, ¿cómo no recordar aquella tarde del 11 de febrero de 2008, primer lunes de cuaresma, en la que el protagonista era el Cristo del Buen Fin y "me encontré" portando la cruz a la salida del Convento de San Antonio? Me temblaba todo el cuerpo. Flotaba al tiempo que me sentía anclada al suelo, como paralizada. Aun sabiendo que sólo era un granito de arena, me consideraba única y absoluta responsable de ese encuentro del Señor con su barrio. Fue, sin duda, mi primer momento de los muchos que he tenido la fortuna de vivir, y si la hermandad ya la conocía, a partir de entonces la relación fue muy especial. Tan especial como el regalo que me había hecho. 

Recuerdo que cuando me relevaron, no antes, fui consciente de la cantidad de personas que abarrotaban la calle San Vicente y se saludaban con familiaridad como buenos vecinos de la parroquia. Los había que llegaban de otros barrios de Sevilla e intercambiaban miradas cómplices de satisfacción mientras comentaban, bajito, lo que sucedía. Todos sabían la razón de su presencia allí.

Espero que el vía crucis del Museo sea también  un mar de miradas cómplices. Un disfrute para los vecinos y aquellos que se acerquen de otros lugares para  acompañar al Cristo.

Es lunes, el turismo de cuaresma ni está ni se le espera.