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Antonio montero alcaide

Escritor

Los patios de Sevilla

Desde el patio es posible reconocerse vecino de la eternidad que mora allende los cielos

Los patios domésticos sevillanos seducían a Romero Murube con su prestancia singular. Es más, atribuía a los que por aquí viven, de todos los órdenes sociales, el pensar que "la realización feliz de nuestra vida consiste en una solería de mármol, un chorro de agua, unos arcos sobre columnas, flores y un pedazo de cielo…". Este último elemento, además de trascendente, resulta esencial. Por eso el poeta nos hizo asimismo huérfanos de Los cielos que perdimos, cuando el caserío sevillano desdibujó su añosa identidad y creció en alturas anodinas, sobrepuestas, acaparadoras, para que del despejado lienzo de los cielos solo pudieran contemplarse retazos. Sostenía Romero Murube una particular morfología de la casa sevillana, antecedentes históricos aparte, con dos patios: uno a la entrada, contiguo al zaguán como parte principal de la vivienda, y otro al fondo, secundario, el corralillo o patinillo de los pueblos que se hacía jardinillo en la ciudad. Los dos abiertos a la intemperie para que por los corredores y galerías el aire refrescara en el estío, además de procurarse la salubre ventilación de las estancias. Sin embargo, el patio sevillano no solo cumple estas utilitarias funciones, sino que su alma tiene un "sedimento de tristeza milenaria", una íntima y reservada melancolía que tiene que ver con muy antiguos propósitos, como este de poner "en comunicación constante el interior del hogar sevillano con los astros, con el cielo, con las estrellas. Hay un sentido de lo más eterno -la muerte- en aquella luz aparentemente dormida y no obstante viajera sin prisa ni demora posible". O se trata, en fin, de que un pedazo de cielo esté a la vez dentro y fuera de la casa, de modo que "el sevillano se siente poseído de una extraña felicidad": acaso la de "acusar solitariamente, casi con egoísmo, su presencia en el orden maravilloso de la creación". Dado que desde el patio es posible reconocerse vecino de la eternidad que mora allende los cielos.

Aunque Joaquín Romero Murube advertía la predilección por el patio en todos los órdenes sociales, reparó algo menos en los abigarrados patios de las casas de vecinos, sin mármoles ni columnas, pero sí con humildes y cuidadas plantas, que se prestaban a las tertulias vespertinas, cuando los cuartos, las menudas y apretadas habitaciones de cada familia, recalentados por el sol inclemente, podían airearse con el fresco auxilio de las brisas. Miraban menos el cielo sus vecinos cuando, ante un retrete común, habían de hacer turnos para dar alivio a las necesidades y después despachar la higiene con palanganas a fin de limpiarse, al menos, lo que huele. Temían los niños al Tío Martinito, como en algunos pueblos se llamaba a un avieso ser, afincado en los pozos, que se comía a los niños si se asomaban a ver el fondo. Tristeza menos milenaria y distinguida la de estos patios, claro está. Si bien, en cualquier caso, la ambivalencia del recuerdo añore los patios que perdimos.

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