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La ciudad y los días

carlos / colón

Te pienso cuando quiero

ESTA mañana, cuando aún de noche llegue la banda chica a la Encarnación, y tras ella las cuatro bocinas orgullosas de anunciar lo que anuncian, y tras ellas la Cruz de Guía tras la que viene lo que viene, y tras ella el quieto río de terciopelo morado sobre el que flotan las llamas de los cirios como si fueran reflejos de las estrellas que pronto se apagarán, y tras ella los agitados juncos de plata de los ciriales arrastrados por la morada corriente, y tras ellos el paso poderoso, y sobre él el funesto pregonero leyendo la sentencia, las manos cobardes de Pilatos -una ávidamente agarrada a la púrpura que tan caro paga y la otra cayendo sin voluntad del trono que será su condena-, la duda del fariseo que se pellizca la barba preguntándose quién será ese reo que tan rey parece, la arrogancia del centurión, la súplica de Claudia y, cara al pueblo, mudo cordero inmolado sobre el altar de su paso, el manso y bueno Señor humillando poderes, lanzas, corazas, trono y águila con su presencia saludada por salmos en forma de saetas.

Habrá roto el día cuando llegue donde tantas veces lo ví. Chorreados los guardabrisas, demasiado cansadas las llamas de los candelabros para luchar con la luz del día, empezando a marchitarse los claveles al primer calor de la mañana, más desgarradas por más roncas las cornetas de la Centuria tras la larga madrugada que para ellos empezó la tarde del Jueves Santo, sonando marchas -sean las que fueren- que suenan a Escámez. Entonces hasta las setas desaparecerán porque está pasando el Señor de la Sentencia por la Encarnación. Sólo esta cofradía puede con ellas. La Macarena instaura su propio tiempo sin tiempo que mide, arriá tras arriá, la lenta danza del péndulo en forma de ancla presa de su corona.

Ya es sólo terciopelo verde la Encarnación. Ya se alza el sol para besar a la Esperanza en Laraña. Ya se hace transparente, como si fuera fino polvo de oro nimbando su hermosura, la corona que Juan Manuel diseñó sabiendo que esta Virgen no precisa símbolos para hacer valer su realeza: le basta su cara, le bastan sus ojos por los que se derrama la gloria, le basta el desafío de su sonrisa que desprecia sentencias de muerte, le basta la orden imperiosa de su ceño fruncido, le basta el perpetuo presente de su eterna belleza. La Esperanza está en la Encarnación. Siento un roce en la frente. Es un beso imposible que sólo allí, y esta mañana, puedo sentir.

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