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El pintor de fondos (V)

ME quemaba ya los dedos cuando levanté los ojos para implorarle que me devolviese pronto a Roma, por favor, Benito, llévame de vuelta a casa, que deje ya de rondarme por las noches el fantasma de Clelia, no hago más que soñar con ella a todas horas. Sin hacerme caso, con una de sus sonrisas beatíficas, me arrebató de las manos el cabo y la yesca. Benito mismo terminó de encender la fogata que nos daba calor durante la noche, mientras dormíamos. Descansa un rato, hijo, descansa. Mañana será otro día.

Iban a ser unas semanas nada más, un par de meses, los que necesitaba Benito para traducir del hebreo las palabras santas de Mateo y de Lucas. ¡Y una higa! Medio año largo lo ocuparon al final. No se me hizo infinito gracias a María Fernanda, a nuestros encuentros en secreto después de la primera noche, cuando ella subía a traernos leche y huevos, carne de membrillo y miel, y escapábamos los dos a pasear en silencio bajo las estrellas.

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Qué odioso se me hace ahora el perverso cardenal, porque ha sido él, así me consta, quien me aleja definitivamente de su hija, con un ardid que ha terminado por perjudicar también y sobre todo a mi maestro. El infundio ha corrido como la pólvora por toda Roma y media cristiandad: el Griego pretende vestir los desnudos de la Capilla Sixtina para congraciarse con el nuevo Papa. No puede imaginarse una afrenta mayor al gran Miguel Ángel. Ha sido una mentira cruel, una verdad a medias, difundida con el arte de la propaganda por el lacio de Giangiorgio, el futuro yerno del cardenal. Pero yo sé que es Farnesio, el padre de Clelia, el mismo que durante tanto tiempo nos protegió, quien ha querido que nos marchemos, que tengamos poco menos que huir a España, mi maestro y todos los colaboradores del taller, especialmente nosotros, los más jóvenes, porque sabe que estamos locos por los huesos de su divina Clelia. Pues como está media Roma, ni más ni menos.

Doménico me da un abrazo enorme cuando piso de nuevo el taller, adelantándose a mi padre incluso. Todavía camino dando bandazos, mareado por los días de navegación, y me abandono sobre su pecho. Mi niño querido de los fondos, dice, revolviéndome el cabello, aquí está por fin mi pintor de nubes preferido. No le importa que lo escuche Jorge Manuel, su hijito, mi amigo de juegos y de paletas. El Griego, qué tipo grande y cariñoso. Cuánto lo había echado de menos. Recién ahora me doy cuenta. Enseguida me enseña la pintura, no puede esperar un minuto más. Ha trabajado en ella a conciencia mientras ha durado mi primer viaje con Benito a España. Destapa el lienzo y ahí estoy yo, no me lo puedo creer, retratado de memoria sobre un fondo casi negro, prendiendo la yesca con el cabo de vela, en aquel segundo detenido en la caverna de La Peña cuando Benito me ordenó quedarme quieto… El Griego, qué tipo más loco y genial, como no se cansa nunca de repetir Paco Preboste. Ahí lo ves, Luisito, tu maestro dibujándote de oro y caramelo mientras el modelo se escondía en lo más adentro de una sima a mil leguas de distancia… Entonces es Luis Tristán, mi padre querido, quien me abraza por la espalda y ya no me suelta, para contemplar arrobado por encima de mi cabeza la pintura extraordinaria. Lágrimas gordas ruedan por sus mejillas, y me mojan todo entero.

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Muchos eran los artistas que acudían entonces al llamado de Felipe II para decorar el Monasterio de El Escorial, así que no resultó extraño que El Griego desmantelara el taller para marchar a España, y que lo acompañáramos todos sus ayudantes, formando una piña con él. El éxodo fue en todo caso precipitado y forzoso, agridulce, nocturnal. Por mi parte, es fácil adivinarlo, abandonaba Roma con la pesadumbre de no haberme partido la cara a tortas con el suavón de Giangiorgio Cesarini, más por el daño que había ocasionado a mi maestro que por robarme a mí el cariño de Clelia. A ella la tenía perdida de todas formas desde mucho antes, por ser su padre quien era, el inflexible Farnesio, el hacedor de mis cardenales. Y como había encontrado en mi primer viaje a la sierra un recambio idéntico, con un padre campesino moliente y corriente, que laboraba en la tierra de sol a sol dejando al libre albedrío a sus lindas muchachas, por ese lado ya me daba todo un poco igual.

Gracias a que El Griego contaba con la ayuda inconmensurable de Benito el destierro se nos hizo menos cuesta arriba que a otros artistas que viajaban a la aventura, sin contratos, con las únicas credenciales de la suerte y el talento a secas, por ese orden además. Benito Arias Montano, mi mentor también, había sido capellán del Rey, y empezaba a gestionar la biblioteca del Monasterio, entre otros muchísimos menesteres, así que no le costó demasiado conseguir los primeros encargos del Monarca para la nueva etapa que ahora iniciábamos todos.

Precisamente la abundancia de ocupaciones de Benito Arias de aquellos años, que lo tenían un día con un pie puesto en Roma y otro en Amberes, y al siguiente con uno en Alcalá de Henares, en la Universidad, y el otro en Fregenal de la Sierra, la villa de Badajoz donde aún le quedaba familia, permitió que se desentendiera un poco de mi persona y me dejara pasar un tiempo calmo de viajes junto a mis amigos y mi progenitor.

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