Tomás García Rodríguez

Doctor en Biología

La plaza de los menores en la judería

Aún se pueden atisbar en la lejanía los ecos de cantos corales de los monjes

En el corazón del barrio de Santa Cruz de la antigua judería se encuentra la plaza de la Escuela de Cristo; oculta, desconocida para muchos y fuera de los itinerarios viajeros de esplendor y bullicio. De carácter público y mantenimiento incierto, se enorgullece de ser la menor de todas las que se abren en el casco histórico hispalense, haciendo honor a sus orígenes monacales. Se accede a ella por una puerta al final de un callejón que nace en la calle Ximénez de Enciso, cerca del histórico bar Las Teresas y del monasterio San José del Carmen promovido por San Juan de la Cruz tras la fundación hispalense de Teresa de Ávila.

Al penetrar en la barreduela, suelen oírse arrullos de palomas en tejados vecinos y trinos de pájaros que acuden a sus cuatro altivos naranjos agrios, así como los rezos en horas de culto procedentes del Oratorio de la Escuela de Cristo de la Natividad, que muestra su clásica y desconchada portada dieciochesca a la plaza. También es audible el alboroto en el recreo de los niños y niñas del colegio San Isidoro, el cual ocupa el espacio del convento del Espíritu Santo de la Orden de Clérigos Regulares Menores -vulgo Los Menores- que, a su vez, se levantó en el siglo XVII sobre los antiguos terrenos del Corral de Comedias de don Juan. Cruzando la plazuela, se puede acceder a la sacristía de la iglesia de Santa Cruz, primitivo templo del monasterio hasta 1835, cuando sufre su desamortización. Cerrada en ocasiones para mantener a salvo la magia y el encanto inherente a tan recóndito enclave, tanto el colegio como la iglesia y el oratorio usan la placita como lugar de tránsito.

Una cruz de forja sobre columna de mármol en un rincón, una pileta seca por los años y el olvido, una costilla de Adán y añosas macetas, una figura de San Cayetano en hornacina, un par de artísticos retablos cerámicos y varias rejas de hierro que asoman por las paredes contribuyen a dotarla de un aire místico, de abandono, de paz cenobial. El suelo enchinado y circundado por dos hileras de losas de Tarifa -muy unidas a conventos e iglesias sevillanas- acaban por modelar un recoleto paisaje, perdido en un mar de callejuelas, que transporta a pasadas épocas de penurias y plegarias por el continuo asombro del ser humano ante el poder de la naturaleza, ante su belleza, sus dádivas, sus incomprensiones, su pureza. Aún se pueden atisbar en la lejanía los ecos de cantos corales de los monjes que habitaron antaño en estos lugares y que legaron a la posteridad un viejo patio de casas viejas del convento, convertido por el azar de los tiempos en una barreduela que invita a penetrar en sus misterios y a deleitarnos con el aroma angelical del azahar de los eternos naranjos de Ishbiliya...

"Sevilla, rico vergel/ donde el arte y la poesía/ resumen en un clavel/ la gracia de Andalucía./.../ La que en las viejas callejas/ del barrio de Santa Cruz,/ abrazándose a sus rejas,/ los suspiros y las quejas/ se hacen verso, copla y luz." (Manuel García Romero).

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