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José Antonio Carrizosa

El precio de Europa

POR generación y convicción pertenezco a esa amplia capa de españoles que vieron en nuestra plena incorporación a Europa el mejor de los frutos del proceso democrático que se consolidó tras la Constitución de 1978. Durante más de treinta años, nadie ha dudado en España que, tanto desde el punto de vista económico como social, la entrada en la UE nos normalizó y nos puso en nuestro sitio tras demasiadas décadas de oscurantismo y subdesarrollo. Como tantas otras cosas, esta idea empieza a tambalearse con la crisis que todo lo condiciona desde el ya lejano 2007. Parece claro para cualquier observador situado al sur de los Pirineos que se está dibujando una nueva Europa en un mundo global que no tiene nada que ver con el que conocimos en el siglo XX y que en ese nuevo diseño se nos ha adjudicado el papel de pobres, sin que se nos deje ninguna opción para rebelarnos. Tras cinco años de espanto económico, la Unión Europea está, de hecho, partida en dos: un Norte rico, protestante y con pánico a perder sus privilegios y un Sur pobre, católico y al que no se deja más derecho que acatar disciplinadamente lo que le venga impuesto desde arriba.

Cierto es que en la época de vacas gordas se cometieron excesos sin tino, que se vivió por encima de las posibilidades reales o que se despilfarró a manos llenas y nos endeudamos hasta límites que nunca se deberían haber permitido. También lo es que, en el caso español, la larga debacle económica ha coincidido con los dos presidentes del Gobierno, Zapatero primero y Rajoy después, de nivel más bajo que hemos conocido en la democracia y que eso también se termina pagando. Pero el precio que se nos ha exigido por todo ello supone en la práctica desarticular el modelo social con el que hemos vivido y progresado desde mediados del siglo XX. Demasiado alto.

La Europa que se está imponiendo desde los despachos del poder real en Berlín y Bruselas -o en Washington y Pekín- no es la que construyó un modelo democrático y solidario, que supo destilar siglos de humanismo y de progreso social y que avanzaba, con muchos problemas que resolver, hacia la unión que unos cuantos visionarios soñaron tras el desastre de las dos guerras mundiales.

Se nos va a imponer una Europa insolidaria y cainita en la que, como decíamos, nos toca, junto a otros, el papel de Sur subdesarrollado. Lo que fuimos durante tantísimos años y soñamos con dejar para siempre atrás. Una vez más se cumple el refrán de que poco dura la alegría en la casa del pobre. Quizás ha llegado el momento de hacerse algunas preguntas sobre si no tenemos más remedio que conformarnos con el destino que nos ha sido adjudicado. Ver cómo se desmorona delante de nuestros ojos la sociedad que tanto sufrimiento costó forjar es algo que no deberíamos permitirnos.

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