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Por Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez

El precio de la lealtad

La llamada de su viejo y agradecido amigo comunista El Trilla ante la injusta orden de detención internacional de una juez argentina le ha hecho inmensamente feliz a mi padre.

CORRÍA el año 1956. Benito García, alias El Trilla, militante del partido comunista con una condena a muerte conmutada por veinte años de reclusión en el penal de Burgos pidió papel y lápiz para escribir una carta desesperada a un joven gobernador civil de tan sólo 30 años, José Utrera-Molina. Aquella mañana le habían llamado de su pueblo, Miguelturra, para decirle que su madre se moría. Apelando a su humanidad y a su sentido social le pedía que le consiguiese un permiso para poder acompañar a su madre en el lecho de muerte.

Aquel joven gobernador de Ciudad Real no lo dudó un instante al leer la carta. Pidió el coche y se fue a Madrid a hablar con el director de Instituciones Penitenciarias. Se topó entonces en su bisoña ingenuidad con una burocracia fría y con no menos recelos de probos funcionarios para atender su petición. No se amilanó y jugándose entonces su gobierno recién estrenado llamó a todas las puertas inimaginables para conseguirlo. Finalmente le concedieron el permiso condicionado a que el preso fuera esposado y acompañado de una pareja de la Guardia Civil. Montó en cólera. Aquello atentaba contra su dignidad y contra un mínimo sentido de la caridad. Benito había acreditado buena conducta y resultaba inhumano que su madre expirase viendo a su hijo esposado. El gobernador empeñó entonces su palabra ante el ministro de Gobernación y asumió personalmente toda la responsabilidad en caso de fuga: Benito acompañaría a su madre hasta el final vigilado discretamente por dos guardias de paisano y no regresaría a prisión hasta que le hubiera dado la última paletada de tierra a su cuerpo sin vida.

El Trilla llegó a tiempo de despedirse de su madre, de darle sepultura y tras la última paletada de tierra volvió a prisión para terminar su condena. Y jamás olvidó aquel gesto del joven gobernador falangista. He leído la emotiva carta en la que le mostraba humildemente su gratitud y otras que a lo largo de los últimos 50 años mi padre ha ido guardando como un tesoro.

Ayer, tras escuchar en las noticias que una juez argentina había dictado una orden de detención internacional contra José Utrera Molina, Benito García no lo dudó. A sus 96 años marcó el teléfono del viejo gobernador y con una voz quebrada por la emoción le ha dicho: "Amigo, dime qué puedo hacer ahora yo por ti y sin dudarlo lo haré. No soporto que la injusticia se cebe con un hombre bueno como tú".

He visto a mi padre llorar de la emoción. Todo el odio desplegado por los que han hecho del rencor su modo de vida se ha transformado en un torrente de amor de un hombre agradecido. Tras la llamada, con lágrimas en los ojos, mi padre nos pidió que recordásemos siempre que aquella llamada, de su viejo amigo comunista, le había hecho inmensamente feliz.

El hombre al que los muñidores del odio quieren detener, se pateó sin tregua las calles polvorientas de centenares de pueblos a los cuales llevó la luz y el teléfono. Abrió su despacho para que desde el más humilde al más afortunado pudiesen plantearle sus preocupaciones, sus peticiones y sus quejas. Pocas veces la historia de Ciudad Real recordará una despedida tan multitudinaria y emocionante de un gobernador civil que me contaron unos manchegos agradecidos, que, pasados cincuenta años, compraron con sus ahorros aquella medalla de oro de la provincia que, concedida en las postrimerías del régimen, se quedó en el cajón de algún calculador de prebendas con visión de futuro.

Luego vendrían Burgos… y Sevilla, donde durante nueve años se desvivió para hacer realidad la justicia social en medio de una sociedad con demasiadas desigualdades. Se contaron por miles las viviendas nuevas que construyó para gentes necesitadas. Creó barriadas nuevas, pasó noches a la intemperie junto a familias sin techo tras las inundaciones del Tamarguillo hasta que pudo conseguirles un alojamiento digno. Se entregó de corazón y alma a sus gentes, sobre todo a los más humildes, le robó horas a la noche, a su salud y a la familia para estar disponible siempre, disponible para servir a España y a una Sevilla que, como sigue diciendo ahora, es el paisaje que mejor le sonríe.

Su insobornable lealtad -que le llevó a decir a Franco verdades que otros callaban-, su probada honestidad, su compromiso con la gente sencilla y su eficacia le llevaron al Gobierno de España, desde el que luchó con afán imposible por hacer realidad la transformación social de España. Eran otros tiempos y muchos se apresuraban a abjurar de sus principios con tal de asegurar su futuro, mientras él se negaba a ejercer de capitán araña abandonando a quienes le habían seguido durante años. Luchó como un Quijote por revitalizar los resortes ideológicos de un régimen minado desde dentro por quienes más le debían y se aprestaban a mudar de chaqueta olvidando sus juramentos.

A la muerte de Franco, el bochornoso espectáculo de ver a las ratas abandonando el barco, le dio la oportunidad de ofrecernos a todos la verdadera medida de su dignidad. Con apenas 58 años y ocho hijos a sus espaldas, prefirió mantenerse fiel a su bandera rechazando la jugosa tentación de disponer de toda clase de prebendas y consejos de administración como pago de una traición a lo que había sido y servido hasta entonces. Lo pudo tener todo, incluso el aplauso de la mayoría, pero no estaba dispuesto a traicionar su propia conciencia y a no poder mirar de frente a los ojos de sus hijos y de tantos como le habían seguido con lealtad.

Hoy, desde la atalaya de sus 88 años, mi padre me decía, al hilo de las noticias que salían en la prensa, que estaba muy tranquilo y que cualquier cosa sería bienvenida si le brindaba la oportunidad de dar de nuevo testimonio de lo que fue su servicio a España.

Recordé entonces la carta que su nieto Rodrigo le escribió tras leer por vez primera su libro de memorias Sin Cambiar de Bandera: "Tú guiabas cuando otros sólo seguían, por eso intentaron marginarte en el pretérito, exiliarte en el presente y desahuciarte del futuro. Tu lealtad te supuso conocer el sabor de la traición, pero fue exactamente eso lo que dio tanta importancia a tu fidelidad... Es el motivo por el que en mi voz, cuando hablo de ti con mis amigos, se puede denotar orgullo de ser tu nieto. Orgullo y gratitud...".

Un hombre que ha conseguido querer y ser querido, respetar y ser respetado, y generar en los españoles del mañana, que son sus nietos, esa profunda admiración, es -nadie tiene derecho a dudarlo- un triunfador.

Y termino. Como escribió Juan Manuel de Prada en un memorable artículo que le dedicó en Abc, "las mezquindades de los miserables no logran sino aquilatar el honor de los hombres buenos". Los caminos de Dios tienen estas cosas.

Benito García, El Trilla, ha convertido en ofrenda de amor el odio de unos cuantos miserables, que, sin saberlo, me han brindado una inmejorable ocasión para rendir homenaje de gratitud a un hombre bueno, mi padre, que en el otoño de su vida recibe, por fin, en torrentes de amor y agradecimiento, el alto precio que pagó por su lealtad.

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