Mª José Andrade Alonso

Periodista

El silencio bien cortado

No tener previstas las cosas era una ventana abierta a las sorpresas y a la improvisación

Vivimos imbuidos en las aplicaciones. Herramientas que nos facilitan la vida, o eso nos dicen para que nos las descarguemos y que a base de notificaciones, con sus correspondientes ruiditos, nos hacen la vida diaria más llevadera.

Contamos con un amplio abanico en el que elegir: Para tener mesa a tiempo. Para no esperar colas. Para encontrar aparcamiento, piso o la pareja perfecta. Para compartir coche e incluso para curar las plantas. A golpe de clic lo tenemos todo a la mano. Los algoritmos nos hacen la vida más confortable y nuestros datos están por todos lados, aceptando unas galletas que no se comen pero que los transportan a una nube en la que van a estar ¿seguros?

A mí, si me lo permiten, me gustaba más la vida menos cómoda. Dirán algunos que menuda estupidez, pero antes, no hace muchos años, el no tener previstas las cosas era una ventana abierta a que todo lo que te podía ocurrir estuviera lleno de sorpresas y de improvisación. Es cierto que también cabía la posibilidad de que no salieran bien los planes pero no importaba porque estábamos seguros de que sería mucho mejor que lo que habíamos previsto.

Eran tiempos en los que había días en los que ni siquiera quedábamos porque sabíamos, con seguridad, donde estábamos. Y es que la hora, esa que mirábamos en los relojes de muñeca, o la que preguntábamos al cualquiera con el que nos cruzáramos por las calles, era la que marcaba el garito en el que podíamos estar.

Aquellos años eran los 90. Momentos de cambio llenos de noches de música. De mucha y buena. Una lista de canciones que jalonaban las noches que comenzaban en El Berlín acodados en la esquina de una barra en la que sonaba lo último, bajo una luz que alumbraba las inquietudes de los que eran jóvenes. Aquellos jóvenes que se movían en la Sevilla de la Caledonia Blues Band, no se cerraban absolutamente a nada. Estaban preparados a escucharlo todo y a mezclarse con las diferentes grupos de una ciudad que recién salía del sueño de la Expo del 92.

Una generación que continuaba por El Sopa de Ganso, para bailar hasta que a "las ranas criaran pelos", como dirían Groucho Marx en la película que daba nombre al mítico bar. Y seguíamos. Continuábamos caminando y perdiéndonos dando Siete Revueltas para llegar hasta El Mundo… El Mundo era la modernidad más absoluta o son los recuerdos que me llegan de una década en la que todo era nuevo, distinto y lleno de matices y color.

Caminábamos con rumbo y nos dejábamos llevar hasta El Amor de la Calle. Esa especie de barra sin fin en la que se juntaban las diferentes tribus de una Sevilla que se tenía por moderna y que reunía a pandillas, como dirían los antiguos, de distinto pelaje.

Y de nuevo la música. Esas notas que los llevaban a terminar la noche en el legendario Fun Club y en el que, alguna que otra vez, te recibían los ojos curiosos de un Silvio que nunca dejó de ser el sabio que afirmaba que "la música es el silencio bien cortado".

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