EL malogrado Tratado Constitucional Europeo de 2004, rechazado en los referenda de 2005 por franceses y holandeses, ha sido objeto de una ultraconservadora, cicatera y sinuosa reforma por parte de los dirigentes europeos, aprobada en la reciente cumbre de Lisboa, que se salda con una considerable rebaja en sus ya de por sí escasos contenidos democrático-representativos previos, por no hablar de sus inexistentes contenidos democrático-participativos. Desde la perspectiva, pues, del tan denostado "déficit democrático" de la construcción europea, cabría decir que nuestros partitocráticos dirigentes comunitarios han huido de la sarten para caer directamente en el fuego.

Las 250 páginas de farragoso texto del nuevo Tratado de Lisboa de 2007, con que sus autores tratan de ocultar sus aviesas intenciones, y que se firmará allí solemnemente el próximo 13 de diciembre por los jefes de Estado y de gobierno comunitarios, constituye un auténtico "bodrio" intelectual, sólo comprensible por expertos e iniciados. Pero eso, con ser malo, no es lo peor. Lo peor es que encarna en su propio contenido el pánico de nuestros actuales dirigentes comunitarios a esa "unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa", que fijaba como su principal objetivo político el fundacional Tratado de Roma de 1957.

El nuevo Tratado escenifica efectivamente ese pánico, al proscribir la presencia de todos los símbolos políticos europeos. Ni la bandera, ni el himno, ni el Día de Europa figuran en el nuevo Tratado, al que se desposee, además, de su previamente postulado carácter constitucional. Ni tampoco se mantienen la institución de la ciudadanía europea, introducida por España en el Tratado de Maastricht de 1992, ni las alusiones al euro como moneda de la Unión, o al efecto directo y la primacía del derecho comunitario sobre el derecho interno de sus Estados miembros. Por lo demás, el pretendido "Ministro Europeo de Asuntos Exteriores" se queda al final en Alto Representante, y se expulsa del texto a la Carta de Derechos Fundamentales (que, sin embargo, cobra vida por la puerta trasera). En la práctica, no obstante, nada cambia, pues la UE sigue teniendo su himno, su moneda y su bandera, y las normas comunitarias seguirán prevaleciendo sobre el derecho interno en la UE, y, seguirán siendo posibles las "cooperaciones reforzadas" entre los Estados miembros que lo deseen.

¿Estamos entonces ante un mero juego de hipocresía política, sin verdadera trascendencia real? Desgraciadamente, creo que no. Los actuales dirigentes europeos han lanzado, mediante el derechista Tratado de Lisboa, que mantiene la mayor parte del rechazado TCE y que de nuevo se abraza al funesto neoliberalismo económico, un mensaje político altamente simbólico urbi et orbe, pero especialmente dirigido a los globalizados poderes fácticos, y a su propia ciudadanía. Porque lo que desaparece del texto es precisamente todo aquello que pudiera suscitar expectativas acerca de alguna ulterior unión política. Para las empresas y los mercados globalizados el mensaje es claro: aquí todo va a seguir igual y las multinacionales podrán seguir obteniendo beneficios multimillonarios, aunque sea a costa de la creciente pérdida de poder adquisitivo de los salarios europeos. Porque, pese a que algunos lo duden, lo cierto es que las clases sociales con intereses contrapuestos y la lucha de clases no desaparecieron en 1989 con la caída del Muro de Berlín, como evidencian los datos de Eurostad respecto a la creciente desigualdad social en Europa y la decreciente participación de las rentas salariales en las rentas nacionales de sus países miembros. Y el mensaje que se lanza a la ciudadanía europea es igualmente claro: Lasciate omni speranza! Como clara es la amenaza que todo ello supone para la subsistencia del "modelo social europeo".

Una vez más, Europa ha dado un paso atrás y lo ha hecho, además, a espaldas de sus ciudadanos y en contra de sus explícitos deseos e intereses. Precisamente para evitar nuevos problemas de rechazo ciudadano, se ha optado por la partitocrática vía de la ratificación parlamentaria. Si lo ratifican todos, el Tratado de Lisboa debería permitir a la UE funcionar mejor. Tener un presidente permanente del Consejo Europeo, o que el alto representante para la política exterior cuente con más medios, al unir a su cargo el de vicepresidente de la Comisión Europea, así como sacar otras 40 materias del ámbito de las decisiones por unanimidad o dotar a la UE de personalidad jurídica, sin duda pueden suponer avances funcionales importantes. Pero la Europa unida que soñaban los padres fundadores en la posguerra europea está realmente cada vez más lejana y el panorama que se cierne sobre la llamada "Europa social" es cada vez más ominoso.

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