En su intento de "descolonizar" los planes de estudio y de garantizar la "igualdad de oportunidades", algunas universidades británicas (Hull, Worcester, la Universidad de las Artes de Londres) están aconsejando a sus profesores que no sean estrictos a la hora de exigir a sus alumnos un inglés perfectamente escrito. La ortografía, arguyen, es un instrumento elitista y supremacista, discriminador de cuantos por su origen, extracción social u otras circunstancias desconocen sus reglas. Hay, pues, que desterrar de la vida académica un modo de expresión "homogéneo, blanco y machista", únicamente ventajoso para un grupo selecto de discentes.

No es el primero, aunque sí el más disparatado, de los ataques que, desde siempre, viene recibiendo la estoica ortografía. Se la suele combatir por anticuada, caprichosa, innecesaria y excluyente. Y no sólo por los que menos saben. Es de sobra conocida la heterodoxia de Juan Ramón Jiménez, su hostilidad hacia ges, equis y haches, que él justificaba por su testarudez y porque le divertía ir contra la Academia. También, la andanada más reciente de García Márquez: reclamaba éste -eso sí, en escrito escrupulosamente canónico- jubilar la ortografía y humanizar sus intrincadas leyes. El problema no es tan grave en el español, un idioma tendencialmente fonético, como en el inglés o en el francés, lenguas de grafía básicamente etimológica. Pero en todas partes conoce enemigos.

A mí me parece que la polémica tiene mucho de artificial: la ortografía no es anticuada porque evoluciona con el uso de la lengua. No es tampoco más caprichosa -señala Navarro Villareal- que cualquier otra convención social, como la moda o la moral; e igual de necesaria o innecesaria que ambas. De su presunto elitismo, alcanzable por todos, ni hablamos. Reproduzco, por compartidas, algunas ideas del propio Navarro: la ortografía, nos dice, revela un espíritu atento y cuidadoso. "Es -añade- la higiene de la palabra escrita". En un mundo inurbano y grosero, concluye, "la ortografía es un gesto de cortesía; una preocupación extra por hacer sentir cómodo al lector". Algo, por tanto, tan superfluo y hermoso como los buenos modales.

Vuelvo al comienzo: la iconoclasia progresista ha encontrado otro símbolo que derribar. Le toca ahora a la ortografía. Un obstáculo, al cabo, en la construcción de ese mundo zafio, ignorante, antiestético y disciplinadamente gris que obstinada e incomprensiblemente ansía.

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