EN un vagón de tren, entre Jerez y Sevilla, a primera hora de la mañana, voy mirando el paisaje del veranillo de San Martín -el verano indio de los americanos-, y veo un campesino que se pierde con su tractor tras una hilera de álamos, y una cuadrilla de obreros que arreglan una zanja, y un equipo de operarios que están arreglando un puente. Pero entonces abro el periódico y me encuentro con dos noticias que me quitan la hermosa sensación de armonía que me trasmitía el simple hecho de mirar por la ventana.

Una de las noticias dice que tres ex directivos de una caja de ahorros gallega, Novacaixagalicia, que ha debido ser nacionalizada por su pésima gestión y sus operaciones ruinosas, se han concedido unas indemnizaciones de 23 millones de euros. Y la otra, que parece ser la misma noticia aunque con distintos protagonistas, dice que cinco ex directivos de la Caja de Ahorros del Mediterráneo, también nacionalizada por su pésima gestión y sus operaciones disparatadas, se adjudicaron al dejar la entidad unas rentas vitalicias que en algunos casos llegaban a los 300.000 euros anuales. Repito que esas dos cajas de ahorros tuvieron que ser nacionalizadas y el Estado debió inyectar 2.465 millones en una y 2.800 millones en la otra -y quizá haya que añadir muchos más en un futuro- con el fin de evitar que la gente fuera un día al cajero y se encontrara con la desagradable sorpresa de que habían desaparecido sus ahorros.

En España no solemos ser muy conscientes de eso, pero el Estado no es una criatura más o menos mitológica que vive escondida en una especie de densa tiniebla burocrática. El Estado que va a pagar esos miles de millones a unas cajas mal gestionadas y peor dirigidas -a pesar de que sus pésimos gestores se han concedido unas jubilaciones escandalosas- no es un ente abstracto y misterioso, sino un organismo que administra los impuestos que pagamos entre todos. Y el dinero que tapará esos agujeros contables saldrá de los viajeros que íbamos en el tren donde yo leía la noticia vergonzosa sobre esos directivos vergonzosos, y también saldrá del tractorista y de la cuadrilla de operarios que arreglaba el puente y de los obreros que trabajaban en la zanja. Porque seremos todos nosotros los que pagaremos el dinero con el que se taparán los agujeros contables que han dejado a su paso esos directivos incompetentes y codiciosos -y sé que me quedo corto- que encima han tenido el descaro de concederse unas indemnizaciones gigantescas. Y esto sucede mientras los ayuntamientos no pueden pagar el mantenimiento de muchas escuelas y hogares de ancianos y se anuncian despidos de médicos y personal sanitario. Y nadie dice nada, ni protesta, ni se queja ni reclama acciones penales. Asombroso.

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