César Romero

Escritor

El trigo en el ojo ajeno

Alabar lo foráneo y echar por tierra lo propio es algo que el sevillano conjuga a la perfección

Alabar lo foráneo y echar por tierra lo propio es algo que el sevillano conjuga a la perfección, y en la misma frase, con su opuesto, el halago desmedido a su ciudad (el "aquí es donde mejor se vive", "como Sevilla, ninguna", y otros tópicos ya desgastados y grandilocuentes palabras, culminadas con la célebre ausencia de calificativo en el poema que Manuel Machado dedicó a Andalucía; paradójico, o no, que un poeta deje al silencio adjetivar, o quizá es que, como su hermano, prefería una Sevilla sin sevillanos… calificadores). Seguramente pase en otros lugares, pero es asombrosa la capacidad de este señor que pontifica en la barra de un bar, o en el cruce de dos calles (si son cuatro, mejor), mientras charla con un conocido y no deja de otear las aceras y así atrapar a quien vaya a sufrir su siguiente perorata y, entre saludo y saludo, pasar la jornada, para devaluar la paja en el ojo propio y envidiar aun las vigas en el ajeno.

Dos hechos recientes, consecuencia de la dichosa pandemia, han puesto otra vez en boca de este estereotipo local la crítica a la ciudad que luego dice amar tanto. En un bar de Bilbao, con la persiana bajada temporalmente por las medidas adoptadas en su Comunidad Autónoma, un cliente habitual dejó, de manera anónima, un sobre con treinta euros pagando los cafés que no se tomaría durante los días de cierre. El dueño, un tipo que bien podría transportar los equipos de sonido de Kortatu, casi se echa a llorar ante las cámaras de televisión mientras afirmaba que cuando sepa quién lo hizo piensa darle un abrazo enorme (esperemos que el dadivoso parroquiano sea fuerte, porque puede morir en el agradecimiento). Anda que eso va a pasar aquí, exclama el sevillano que jamás ha dejado propina en su tasca de toda la vida, ignorando que quizá tenga paisanos que hayan hecho lo mismo en alguno de nuestros cientos de bares (e incluso se hayan estirado más, que tampoco el sobre vizcaíno allí da para mucho).

En Nueva York, una multitud ha guardado una lenta cola para comprar libros ante el grito de socorro de la librería Strand. En apenas horas ha vendido miles. Y ahí tenemos de nuevo al sevillano que propende a predicar lo que deberíamos hacer, con su alacena, eso sí, bien cargada de trigo, alabando a los cultos vecinos de Woody Allen y llorando por las librerías hispalenses que hubieron de cerrar ante la ausencia de clientes, y que proclama en la vía pública su pesar ante nuestro desinterés por el comercio próximo. Lástima que quienes regentaron Céfiro o Rialto o aún mantienen Palas o La Fuga nunca estén cerca para poder decirle: "Y cuándo has entrado tú en nuestra librería, si se cuentan con los dedos de una mano las veces que paraste en nuestro negocio y menos las que abriste la cartera y te retrataste". Pero no, el sevillano predicador jamás oirá estas palabras, porque oye lo que quiere. Y gastar sólo gasta saliva, con el conocido de proximidad.

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