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César Romero

Los viejos amortizados

19 de octubre 2023 - 01:00

Hace poco, viendo un documental sobre la alegre e infeliz Natalie Wood, cuya muerte prematura la convirtió en mito y le ahorró el erosivo paso del tiempo, se enteró uno de que su marido por dos veces, el galán de segunda Robert Wagner, aún vive, cumplidos los mismos noventa y tres años de su coetáneo Clint Eastwood, pero, a diferencia de éste, postergado sin perdón en un largo olvido, tan propincuo a la muerte que llega a ser casi igual de mortífero. Cuántas veces nos sorprendemos al saber que un cantante, una actriz, un escritor, puesto ya en tal olvido que lo dábamos por muerto tiempo ha, cuando en verdad muere nos lleva a exclamar: “¡Ah, pero aún vivía!”. Son tan viejos que, salvo los activos hasta media hora antes de diñarla, parecen sometidos a una doble extinción: la biográfica, que a la mayoría alcanza mucho antes que a unos pocos elegidos, y la biológica, que tiene por costumbre llegar casi siempre después que aquélla.

Es algo que pasa no sólo con personajes célebres o públicos. También sucede con esos ancianos comunes, mal llamados anónimos, cuyos años parecen prolongarse más allá que sus vidas. Quién no tiene una tía, un abuelo, alguien cercano de cuya vida apenas tiene noticia, porque sus aceleradas horas no le dan para interesarse por ella, o porque vaya coñazo acercarse a la residencia o al penumbroso hogar donde pasan sus horas inacabables repitiendo las historias de siempre, con la televisión impenitente en voz ensordecedoramente alta, no tanto por dureza de oído cuanto porque algún ruido los acompañe y ahuyente el silencio azocado de la soledad no querida, o babeando sin reconocer a nadie, tan olvidados que cuando nos llaman para decirnos que ahora sí, ahora les ha llegado su hora, por un momento dudamos si no estaban ya muertos, si no será que la muerte los ha visitado dos veces: ahora, de forma definitiva, y en ese ambiguo o incalculable antes en el que dejamos de interesarnos por ellos.

Es curioso que una época como la nuestra, cuando la vida humana tiende a prolongarse cada día más, y empieza a ser habitual la existencia de personas nonagenarias y aun centenarias, dé por amortizados a tantos viejos, prescinda de sus biografías cuando la biología los va dejando en un segundo o tercer plano, arrumbándolos en ese trastero triste y final que es el olvido, avanzadilla de la muerte, su más amargo aperitivo. Quizá esa prórroga que les concede la vida sea para nosotros en vez de para ellos. No ya para hacer esa visita que les insuflará vida, pero nunca hacemos. Ni para volver a oír esa anécdota antigua que creíamos archisabida, aunque sólo ahora nos revele todo su calado. Más bien para que nos vayamos dando cuenta de que, pese a creernos tan eternamente presentes, en apenas tres, cinco parpadeos el tiempo nos amortizará también a nosotros y la muerte nos habrá alcanzado, bien de una atinada o certera vez, bien en pequeñas y sucesivas y mordientes veces.

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