La ciudad y los días

Carlos Colón

La visita de la nube

COMO una Australia gris, la más grande de las islas o el más pequeño de los continentes, la nube acabó por cubrir del todo la ciudad antes de que mediara el día. Traía engañosas promesas de otoño que entre nosotros no suelen cumplirse hasta que haya triduo en el convento de Las Teresas. Proust (patrón laico de esta columna que toma su nombre, no de Los trabajos y los días de Hesíodo, sino de Los placeres y los días proustianos) ha escrito con finura y precisión inigualadas e inigualables sobre la influencia de estos súbitos cambios de tiempo sobre los estados de ánimo: un rayo de sol atravesando un día nublado de invierno, el viento anunciando otoños al silbar por la chimenea, un súbito nublado y una lluvia inesperada en el corazón del verano, bastan para provocar un breve estallido de alegría o de melancolía, una necesidad de salir a lo abierto o de cobijarse, una propensión a la actividad o a la ensoñación.

Entre nosotros esos sobresaltos casi siempre deliciosos los procuran los días luminosos que plantan una minúscula primavera portátil una tarde cualquiera de febrero, una niebla confundida de estación como la que algodonó la procesión de la Virgen de los Reyes no hace muchos años, esas rarísimas lluvias de verano que invitan a jugar al invierno o las nubes despistadas que, como sucedió ayer, traen a los primeros días de septiembre los grises que no se nos darán de verdad y del todo hasta que caminemos de Santa Teresa a los Santos y los Difuntos. Estos breves, engañosos, jirones de unas estaciones injertados en otras parecen despertarnos, sacudirnos, curar la rutinaria ceguera que nos impide disfrutar de los gratuitos placeres que cada día nos ofrece.

La visita de lo que no se espera, porque no corresponde a una tarde de invierno ser tan tibia ni a una mañana de verano ser tan gris como la de ayer, abre los ojos y desvela lo que la costumbre oculta. El viento agitando las hojas de los árboles, el vuelo de los visillos movidos por una súbita ráfaga de aire que -al mismo tiempo que el día se oscurece abruptamente- cierra de un portazo una habitación lejana, la inmensa nube de precisos contornos cubriendo la ciudad como si sobre ella se tendiera una lona no homogéneamente gris, las bruscas desapariciones y reapariciones de las sombras, trajeron al día más torero -celebración de San Taurino y de San Victorino- los placeres que aquí corresponden al otoño avanzado, condenados como estamos a un largísimo verano que, desbordándose en su nacimiento y su final, arría de calores mayo y junio, los últimos días de septiembre y los primeros de octubre.

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