SIEMPRE he defendido la misma teoría cuando la posible destitución de un entrenador sobrepasa, aun mínimamente, la frontera del rumor, como ocurre, aunque quizá sólo por el interés de algún malintencionado, en la casa heliopolitana. Y esta tesis tan particular se basa en dos premisas fundamentales que en el Betis no se cumplen hoy. El orden no es significativo, pero es de obligado cumplimiento que el equipo no dé señales de vida sobre el terreno de juego y que la plantilla, de forma colectiva, esté posicionada en contra del entrenador, ya sea por su manejo del grupo, su mal carácter o sus erróneas decisiones deportivas.

No voy a aprovechar que Amaya y Nono salieron ayer en defensa de Mel, pues rara vez oí a un futbolista, ni en caliente ni en frío, culpar a su técnico y, por contra, siempre critiqué el oportunismo de esas loas obligadas, si bien sí son significativos a veces silencios y evasivas. El conocimiento de ese vestuario da para saber quiénes son los que, coyunturalmente, torpedean al entrenador. Mediocres al uso que jamás empataron nada y que hasta tiemblan cuando el técnico les da una camiseta del Betis para que la defiendan como profesionales.

Pero Mel no sólo no tiene en contra a su vestuario, sino que puede esgrimir algo más que sus logros pretéritos. El entrenador del Betis demostró ayer que su equipo es capaz de jugar, que no está muerto. E incluso de hacerlo bien y bonito a ratos. Y si no compite bien no es por falta de actitud.

Mel, en su culpabilidad por ser el conductor del colectivo, no es responsable de que al Betis se le escapen tantos puntos por fallos individuales. Tras éstos reside una mala planificación deportiva. Y la grada, aun tibiamente, ya culpa al consejo por no gastarse el dinero y a Stosic por emplear mal el poco del que dispuso. Incluso pitó a Jordi, Verdú y, de manera suicida, a Sara, el portero. Así que no engañen más al pueblo y fichen bien ahora. Y no echen a Mel o el segundazo será aún más factible.