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Antonio Manuel Calado

Acordes de violín para humanizarnos

Son casi las nueve de la noche en Parque Atlántico. Maksim, mi vecino de abajo, sale a su balcón y junto a él, su inseparable violín. Suenan los acordes de la primera pieza, sirviendo de aviso al vecindario de que su espectáculo diario está comenzando. Ya se vislumbran oscuras siluetas de los vecinos-oyentes, que, contrastando con la luz de sus hogares a la espalda, salen a sus improvisados palcos-balcones en primera fila.

El silencio reina en el barrio, un silencio sublime, absolutamente respetuoso e inquebrantable, el cual sólo se rompe con la melodía de clásicos de toda la vida o de las bandas sonoras más hermosas de la Historia del Cine. El repertorio de Max, así lo llamo, es infinito.

Casi tan infinito como infinita es su generosidad en estos días tan duros de confinamiento para muchas familias. No importa, todo pasa a un segundo plano durante la hora que nos obsequia tocando, logrando crear un clima con su violín que difícilmente puede describirse en palabras… Y los vecinos nos deshacemos en aplausos a cada pieza que interpreta.

A veces, a tan generoso momento se suma la familia de Max, los cuales tienen como importantísimo nexo de unión, además del propiamente familiar, otro en forma de pasión: el amor por el violín. Su esposa Minisá, su talentosa hija Taisia de 12 años, y hasta el pequeño Elisey forman la conjunción perfecta de una familia unida, apasionada y generosa que, a través de actos como el que cada noche nos ofrecen, se han ganado el corazón de todos los vecinos.

Corazón, solidaridad y sentimiento, tan necesarios en estos tiempos que vivimos, y que cada noche, a través de los acordes de un violín y de la generosidad de una familia, nos recuerdan lo importante que son para hacer lo que siempre supimos hacer, pero que en un momento en el tiempo olvidamos: ser humanos. 

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