La tribuna
Ser padres es equivocarse
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Es significativo, y lamentable, que no pocos políticos y periodistas confundan, o no distingan con la claridad debida, antisemitismo y antisionismo. Con ello, regalan una coartada –querría creer que, al menos en algunos casos, de forma no calculada– a quienes desarrollan políticas y realizan acciones sionistas, al permitirles acusar de antisemitas a cuantos no las aplauden o justifican.
Es necesario aclarar conceptos. El antisemitismo es una forma de racismo: la que considera inferiores por naturaleza o intrínsecamente malvados a todos los judíos, a pesar de que estos no son una raza ni tienen características físicas significativamente diferenciadas de las poblaciones de los países en los que se asientan. Sin duda, a través de la Historia, ha existido antisemitismo, sobre todo en los países de la Europa cristiana: persecuciones, apartheid, progromos, destierros y matanzas. Sin ir más lejos, los llamados Reyes Católicos, tan glorificados por el nacionalismo español, practicaron el antisemitismo expulsando a las numerosas, y no pocas veces prósperas, comunidades judías como parte de su proyecto de limpieza étnica para homogeneizar religiosa y culturalmente sus reinos (y, de paso, quedarse con las riquezas que no pudieron llevarse). Asimismo, el caudillo Franco fue un destacado antisemita, como buen émulo de Hitler. Si este planificó y perpetró el Holocausto –en el que fueron asesinados millones de judíos junto a cientos de miles de gitanos y decenas de miles de homosexuales, en nombre de la pureza de la raza aria (?)–, aquel inventó el relato de la “conspiración judeo-masónica” como responsable de todas las penurias de España. Y se negó a establecer relaciones diplomáticas con Israel. ¡Qué hubiera dicho el dictador si hubiera sabido que sus herederos ideológicos actuales concedían la medalla de Madrid a ese estado! Precisamente, cuando su ejército está masacrando a más de dos millones de palestinos encerrados en la ratonera que es hoy Gaza, no solo con una lluvia de bombas sino también cortándoles el acceso al agua, la comida, la energía y los medicamentos, en flagrante violación de los más elementales derechos humanos.
Acusar de antisemitismo a quienes denuncian el expansionismo del estado de Israel, sus crímenes de guerra y su desprecio a las resoluciones de Naciones Unidas solo tiene dos explicaciones: o la ignorancia de la distinción entre antisionismo y antisemitismo o la utilización perversa de esa confusión con el objetivo de hacer impunes las agresiones sionistas. Como todos deberían saber, el sionismo es una doctrina política que no surgió hasta finales del siglo XIX. Haciendo una lectura cínica del mito del “pueblo elegido por Dios”, propugna el supuesto derecho del “pueblo de Israel” a tener un territorio propio. Pronto, esta aspiración se concretó en la reclamación del territorio que dos mil años atrás fue su principal asentamiento, que era, y es, precisamente el territorio del pueblo palestino. A él emigraron grupos de judíos de muy diversa procedencia que practicaron, desde el principio, el desprecio más absoluto hacia la población allí asentada y pusieron en práctica acciones terroristas contra la potencia colonial, Gran Bretaña, para que esta les cediera el territorio.
Poco después de concluida la segunda guerra mundial, las recién creadas Naciones Unidas acordaron la creación allí de dos estados, pero solo se instauró el de Israel, que se fue expandiendo ilegalmente en diversas etapas, arrinconando a los palestinos en cada vez menos espacio, expulsándolos a campos de refugiados o al exilio y no concediendo a los que se quedaron la plena ciudadanía. La multiplicación de colonias judías en Cisjordania –ilegales según el Derecho Internacional– ha acentuado la desmembración del territorio palestino y exacerbado en este pueblo su rechazo a la ocupación israelí. Ahora, el plan sionista sobre Gaza, no confesado, es borrar del mapa, en todo o en parte, ese “enclave” palestino. Hamas y sus acciones no son para el sionismo sino la excusa para avanzar en su proyecto del Gran Israel mediante la anexión de territorios (palestinos, jordanos, sirios y libaneses) y la limpieza étnica.
Oponerse al sionismo –que es un tipo de imperialismo supremacista que manipula la religión, en su caso el judaísmo, para intentar legitimarse– debería ser un imperativo ético. Mucho más si produce miles de muertos y un sufrimiento insoportable a un pueblo que está viviendo, por su causa, otro nuevo holocausto. Y oponernos al sionismo no es incompatible, en modo alguno, con oponernos también al antisemitismo, como a cualquier otro racismo que descalifique a un colectivo por sus rasgos físicos, culturales o religiosos. Deberíamos hacerlo, aunque algunos escucháramos en nuestra niñez, en iglesias y colegios, aquello de que el “pueblo deicida”. ¡Eso sí que era antisemitismo!
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