La tribuna
Todo fue en vano
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El descenso de la natalidad y la consiguiente reducción del número de alumnos y alumnas que acuden a los centros escolares han suscitado un vivo debate acerca del modo en que el sistema escolar debería afrontar esta realidad. Básicamente son dos las alternativas que sobre ello se están planteando y aplicando: por una parte, dado que hay menos alumnos, se reduce el número de unidades escolares, o sea, para entendernos, de grupos en un centro escolar. Esta es la política que vienen aplicando las administraciones educativas, especialmente en los centros públicos. Esto supone, en la práctica, un ahorro en los costes pues de esta forma se reduce, sobre todo, el número de profesores y los correspondientes pagos en salarios. Argumentan los defensores de esta alternativa que ello no tiene por qué implicar una reducción del gasto en educación, pues este ahorro podría emplearse en aumentar el gasto en otros capítulos. Pero no está claro que eso esté ocurriendo.
Por otra parte, ante el citado descenso de natalidad, la otra alternativa que se plantea es la de la reducción del número de alumnos por aula (lo que se llama genuinamente ratio escolar); es decir, mantener el mismo número de grupos en cada centro, pero con menos alumnos. Se argumenta que esta fórmula contribuiría de manera decisiva a mejorar la calidad de la enseñanza, pues el profesorado tendría que atender a menos pupilos y lo haría en mejores condiciones. Además, desde esta perspectiva, no habría que aumentar los recursos en salarios de profesores, sino, simplemente, mantener los que ya existen. Esta alternativa, la de la reducción de la ratio escolar, ha dado lugar a una Iniciativa Legislativa Popular que propone una modificación de la Ley de Educación de Andalucía para que esa reducción no se deje al arbitrio de cada Gobierno, sino que se consagre en la legislación educativa.
Pero va a ser que no. Después de ir poniendo dificultades para que no prosperase la citada iniciativa y a la vista de que finalmente llegó al Parlamento, el Consejo de Gobierno andaluz tomó posición sobre el asunto, mostrando su rechazo. Una posición que era previsible, pues las administraciones educativas son reacias a tomar medidas de este calado, revelando que las políticas educativas no se ocupan tanto de la calidad cuanto del reparto entre lo público y lo privado.
Los argumentos que esgrime el Gobierno andaluz no parecen muy consistentes. Se dice que el asunto es más bien competencia del Estado, lo cual es una verdad a medias. La competencia del Estado se refiere al número máximo de alumnos por aula, pero ello no implica que una comunidad autónoma no pueda establecer su ratio por debajo de ese máximo. De hecho algunas lo han hecho. En realidad este argumento es un intento de enviar la pelota al tejado del Gobierno central a quien, de rebote y con razón, afea que no lo hubieran hecho ellos en la Lomloe. Se argumenta también que la medida supondría un coste de 1.362 millones para atender sólo el aumento de personal y que -esto no se dice- no están por la labor de incrementar el gasto en educación, aunque sí en reducir los ingresos mediante la supresión del impuesto a las grandes fortunas. Al margen de que realmente no está claro que la reducción de la ratio suponga un incremento del gasto educativo, no parece que invertir más en educación sea algo reprobable. Finalmente, el Gobierno andaluz esgrime para argumentar su rechazo, que con la reducción de la ratio se recortaría la libertad de las familias para elegir centro educativo, un argumento de claro sesgo ideológico que se aduce meramente para mantener un mantra que nada tiene que ver con el asunto pero que se utiliza venga o no venga a cuento.
Consagrar la reducción de la ratio escolar en la ley es cuestión ciertamente compleja, cuyas consecuencias prácticas deben examinarse con detalle. Sus efectos sobre la mejora de la educación y el desarrollo educativo no son definitivos, no garantizan nada, pero hay consenso en que contribuye a ello de manera decisiva. Rechazar de entrada su toma en consideración supone trasladar a la comunidad educativa -y a la sociedad en general- el mensaje de que realmente la educación no importa.
Dada su complejidad, se trata de un asunto que quizás no pueda resolverse de la noche a la mañana, quizás deberíamos hablar de un proceso, acordar una estrategia con plazos y recursos comprometidos, con criterios de aplicación… No vale desentenderse del debate como si fuera algo irrealizable. Precisamente las circunstancias demográficas crean las condiciones de posibilidad. Otra cosa es que haya voluntad.
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