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Irene

Irene

Repele la familiaridad con que algunos se refieren a artistas y pensadores admirados, pero muy especialmente esa forma insufrible de vanidad a costa del nombre propio, desnudo de apellidos, osadía sólo un tanto aligerada mediante el uso de “don” o “doña”: quién no ha oído decir o dicho “don Antonio”, por Machado, o el más enojoso todavía “Federico”, por García Lorca... Merecerían estos discípulos infatuados y parientes postizos toparse un día con los mentados –o su fantasma– y recibir un paraguazo a cambio, una respuesta airada o, mejor, zumbona como la que espetara el gran Keith Moon a su entrevistador en el estreno de The Who en la televisión americana: “Mis amigos me llaman Keith, usted puede llamarme John”.

Hay luego esos “nombres parlantes” que parecen ajustarse como un guante al carácter o la actividad desarrollada por quienes fueron bautizados así, como premonitoriamente. Y divierte encontrar a un mafioso apellidado Denaro, a la familia de banqueros Botín o a toda una ministra de sanidad llamada Ana Mato. Unos amigos, hace poco, se asombraban cuando recordábamos que el de Irene, su hija, quiere decir paz en griego, cuando lo cierto es que la niña había heredado sin más su bello nombre en una línea sucesoria de las que se dan con frecuencia y obligan, para distinguir a los tocayos en familia, a añadir cariñosos apelativos. A veces damos nombre a los hijos sin más cuestionamientos y en algunos casos se diría que atolondrados por un amor inmenso y prematuro, guiados por el aspecto sonoro, encantatorio (en expresión de Cortázar) de ciertas palabras.

A otra Irene, Vallejo, parece cuadrarle el griego eiréne. La hemos visto, en papeles o redes, responder con elegancia a quienes la vituperaban envidiosos sin duda del merecido éxito de su obra más famosa, El infinito en un junco, que alegra el corazón no sólo a quienes nos dedicamos al mundo antiguo. La hemos visto –de lejos, en la pantalla– impartir lección en Harvard y afrontar, en aquella universidad señera que no obstante ha protagonizado ciertos mediáticos e indeseables coletazos de lo que se conoce como “cultura de la cancelación”, el delicado tema de la censura, nunca suficientemente denostada.

En un ámbito intelectual sembrado de minas como es el de los estudios clásicos (que ha atraído no sólo a los grandes espíritus, sino también a babiecas de todo el espectro político) se agradece la radiante serenidad de Irene Vallejo, cuyo gesto sonriente traduce el rigor intelectual en delicadeza y ternura (¡qué hermosas en francés la douceur, la tendresse!), cualidades que la enorme Jacqueline de Romilly detectaba en el corazón mismo del pensamiento griego, incluso allí donde menos se lo esperaría: "uno de los grandes secretos del arte de Homero es su don para zanjar, sean cuales fueren las circunstancias, una escena de combate con una palabra de piedad". Me ha traído a la memoria la gracia antigua de otra sabia de nombre claro, Esperanza (Albarrán), a la que el hermano Nacho Garmendia ha dedicado líneas imborrables.

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