Pontífices Pontífices

Pontífices

Tremenda la rapidez en aceleración continua del final del cristianismo en Europa con España a la cabeza. Las luces navideñas de estos días y un desbordado consumismo dan cuenta de que la fiesta ya no celebra el hecho histórico del nacimiento de un niño en Galilea que cambiaría el mundo, sino el triunfo del abeto mágico de un paganismo que regresa del fondo de la prehistoria. Durante cerca de dos mil años la doctrina de aquel niño galileo sería la fe de Occidente, la raíz de su cultura y la explicación de su progreso. Ahora, fe y cultura parecen venirse abajo, tal vez, a la espera alejandrina del final definitivo de una prosperidad que parecía eterna.

En todas las grandes religiones -cristianismo, judaísmo, hinduismo, islam- existen como dos niveles, dos formas de transmitir un mismo mensaje: una, dirigida a los más sabios, a los filósofos, a los intelectuales, a los hombres de ciencia; la otra, pensada para el pueblo sencillo al que no se debe confundir ni escandalizar. No obstante, en su evolución histórica la Iglesia llegó a un punto en el que unificó su discurso por abajo, dirigiéndose a la sociedad ilustrada con el mismo tono, argumentos e infantiles narraciones míticas con que se dirigía a los más humildes. Una Iglesia que si bien durante las dos primeros generaciones se nutrió de marginales y menesterosos, luego a lo largo de los siglos II y III, con figuras como Justino, Orígenes o Clemente hizo suya (cristianizándola) la filosofía helenística y ganó con ello la batalla intelectual al paganismo. El papa Ratzinger ha tenido siempre muy en cuenta esa evolución histórica, y pienso que no es exagerado definir el cristianismo como una extraordinaria síntesis de la revelación de Jesús, del judaísmo y del helenismo.

Mas hay otra evolución ligada con la anterior en la que la Iglesia, ya constituida y triunfante, se dejó llevar por la Historia y esta vez se equivocó. En el devenir de los siglos obispos, concilios y pontífices fueron colocando junto a los Mandamientos de la Ley de Dios y las sencillas enseñanzas de Jesús los llamados Mandamientos de la Iglesia. Al principio, estos mandamientos no fueron sino el inevitable desarrollo y aclaración de la doctrina inicial y, como tales, jugando un papel suplementario y de menor rango. Ahora bien, la Historia no se detiene y fue asimismo inevitable que tales aclaraciones, muchas de ellas dictadas en épocas bárbaras e ignaras, fuesen elevando su estatus hasta que después del Concilio de Trento nos encontramos con los Mandamientos de la Iglesia y sus dogmas colocados, en la práctica, por encima de los Mandamientos de la Ley de Dios; nuevos mandamientos y dogmas convertidos en una carga nada ligera y un yugo nada suave que acabaron por expulsar de la Iglesia a filósofos y científicos escandalizados ante la tosquedad de algunas de aquellas nuevas y obligatorias creencias. Creo que también el muy racionalista Ratzinger lo ha visto así.

También lo ha visto un cierto periodismo anticristiano. Nunca los medios atacaron con tanta saña a un Papa, desde el primer día de su elección, como a Benedicto XVI. El ateísmo militante y televisivo necesita pontífices milagreros, inquisitoriales y dogmáticos (mientras más extravagante el dogma, tanto mejor) de los que poder burlarse y escandalizarse a gusto. Ratzinger significaba un peligro: un Papa intelectual, un Papa capaz de debatir en público con Lévinas podría muy bien recuperar para el cristianismo al mundo de la Ilustración.

El proyecto de Benedicto XVI ha sido, pues, el mismo que siguió la Iglesia al helenizar el pensamiento cristiano, ganándose a los intelectuales de Roma seguidos muy pronto por la plebe. El papa Francisco, en cambio, ha optado por ganarse directamente a la plebe romana emotiva e iletrada. Los bien preparados gestos espontáneos del pontífice argentino son los que corresponden a la sociedad del espectáculo del siglo XXI. La televisión los aplaude. Sin duda, dos legítimas estrategias de transmitir el lenguaje de una Iglesia que debe dirigirse tanto a los sabios como a las masas que se nutren de los programas televisivos. Imposible todavía concluir qué camino será el más acertado para la recuperación de un cristianismo que hoy entre luces navideñas parece en su fase terminal. Quizás deba esperarse a un nuevo pontífice que decida la cuestión; una cuestión de vida o muerte no sólo para los creyentes sino para Europa entera: el fin definitivo de una civilización, o el giro capaz de sacarnos de un camino equivocado.

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