La tribuna
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En nombre y con los estandartes de Dios, de la Patria, de la Civilización, de la Democracia o del Mercado se han cometido y cometen los más terribles crímenes. Genocidios, limpiezas étnicas, esclavización de personas y de pueblos, explotación, discriminaciones racistas, sexistas y xenófobas… La utilización monopolizadora de esos referentes y de sus símbolos ha sido y es el principal medio para la legitimación de los grupos de poder que se autoadjudican su representación. Si Dios y la Patria son sagrados, quienes sean aceptados como sus encarnaciones, representantes o intermediarios gozarán de algunos de los atributos de la sacralidad y les será reconocida autoridad y poder. Igualmente ocurre cuando los referentes son la Civilización, el Progreso, la Democracia o el Mercado, al ser conceptos que también actúan como salvoconducto para que quienes logran monopolizarlos (clases sociales, géneros, grupos étnicos, académicos, profesionales de la política, banqueros, grandes accionistas…) se sitúen en la cúspide del poder social.
Igualmente, no hay palabras, hoy, que retuerzan más sus contenidos que las de "libertad" y "vida". Hasta el punto de que son utilizadas como bandera por liberticidas y verdugos. En nombre de la libertad de mercado se acentúa la desigualdad entre territorios, pueblos y clases sociales. En nombre de la libertad de empresa se nos desposee de los Bienes Comunes comunitarios, convirtiéndolos en recursos económicos, y se privatizan servicios que deben ser públicos (sujetos al control colectivo) para que puedan responder a necesidades y derechos fundamentales. En nombre de la libertad, en abstracto, se impide que existan las condiciones mínimas para que las personas y los pueblos sean libres para tomar sus decisiones. E igualmente, en nombre de la vida (también en abstracto) se pretende impedir el derecho más básico de todo ser humano: la toma de decisiones sobre sí mismo con el conocimiento suficiente y ejerciendo su libre albedrío, sin que las tomen otros por él, sea en nombre de Dios, del Estado o del Mercado.
La apropiación de la bandera de la libertad por los liberticidas y de la bandera de la vida por quienes no la respetan ni en los seres humanos ni en la naturaleza es uno de los hechos más dramáticos que caracterizan el mundo tras el triunfo de la "revolución conservadora" que lideraron gentes como Reagan, Margaret Thatcher o Karol Wojtyla. Una revolución que no tuvo freno en las (supuestas) izquierdas políticas, ni en la autoridad moral de intelectuales o líderes espirituales, casi todos ellos convertidos a las bondades del globalismo neoliberal: de la libertad sin normas para quienes tenían ya el monopolio del poder y han acrecentado sus beneficios espectacularmente, ahondando las desigualdades e intentando imponer, a escala planetaria, un modelo único de sociedad y de pensamiento: ecocida, etnocida y genocida.
Es este contexto el que explica la existencia, e incluso pujanza, de grupos que podrían ser calificados de cristofascistas (utilizando la terminología de los teólogos Dorothee Sölle y Juan José Tamayo). Principalmente desde la Iglesia Evangélica, han tenido un más que destacado papel, en la última década, en el derrocamiento de gobiernos democráticos en América Latina (Bolivia, Brasil…) y en la victoria electoral de Bolsonaro y otros reaccionarios. Un fenómeno que se produce también en Europa, con casos como el de Salvini en Italia, los actuales presidentes "ultras" de Polonia y Hungría y aquí, en el Reino de España, con Vox y asociaciones como Hazte Oir, Yunque o Abogados Cristianos. Como señala el citado Tamayo para el caso español, ninguno de estos grupos ha sido desautorizado por la Conferencia Episcopal y sí cuentan con el respaldo de no pocos obispos, precisamente los más distanciados del actual papa Francisco.
"Libertad", "Vida" y "Civilización" (occidental, desde luego) son precisamente las banderas que, junto a la imprescindible rojigualda (para monopolizar también el símbolo de la "Patria"), despliegan estos colectivos y personajes fascistólicos que pretenden representar los "valores cristianos". Con el aplauso, apenas disimulado, de buena parte de los obispos y de sus "hombres de Iglesia" que todavía creen estar (o sueñan con volver a estar) en un régimen de nacional-catolicismo: en una época en que las normas eclesiásticas -que no deberíamos confundir con las enseñanzas del Jesús de Nazaret- eran la fuente de la que debían beber las leyes civiles. Una situación desharía católica que es ya imposible, aquí y ahora, aunque ellos se empeñen en ignorarlo.
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