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Tribuna

Marcos Pacheco Morales-Padrón

Historiador

La Sevilla americana y la revolución de los precios

El autor explica que los sevillanos del XVI sufrieron la inflación al llegar ingentes cantidades de metales preciosos a la ciudad 

La Torre del Oro de Sevilla.

La Torre del Oro de Sevilla. / José Ángel García

Llevamos meses conviviendo con una elevada tasa de inflación que afecta especialmente a los productos básicos. Esta complicada situación ya la sufrieron los sevillanos del siglo XVI al llegar, de golpe, ingentes cantidades de metales preciosos.

En relación con esto último: ¿cuánto oro y plata ingresó en la ciudad procedente de América? Resulta difícil abordar dicha cuestión, pero según las investigaciones de Earl J. Hamilton entre 1503-1660 llegaron unos 17 millones de kilos de plata y 181.000 de oro, siendo cerca de un 40% propiedad del rey. No obstante, la cantidad sería mucho mayor, ya que debemos destacar que siempre existió un importante contrabando o fraude.

Pese a lo cuestionable de las cifras, hay algo, también discutido, y que fue en su momento una dolorosa novedad: la relación entre las reservas del metal precioso y la subida de los precios. La carestía de vida, en una palabra. Fenómeno este que en Sevilla adquirió caracteres dramáticos. El alza se atisba en los primeros años (un 24% en 1503) sin que ya se detuviera su continuo ascenso; a mediados de siglo los precios habían subido un 107%, y así, con algunos altibajos, hasta el XVII.

Los salarios, por el contrario, no observaron ese ritmo de crecimiento y de ahí el desequilibrio. Estos, que al principio (1510) brindaron un alto índice, decaen hacia 1530 para recobrarse algo en las sucesivas décadas, aunque sin alcanzar nunca el de los precios. El alza, la inflación y la continua devaluación de la moneda de cobre o vellón, usada por los pobres, lesionó la economía nacional y agudizó la miseria de la capital del Guadalquivir.

Para que se hagan una idea, según las investigaciones de Manuel González Mariscal entre 1521-1540 un peón albañil en Sevilla ganaba unos 14.100 maravedíes anuales (250 días laborables, 47 maravedíes al día por 6 jornales). En cuanto a la cesta de la compra en dicho periodo histórico, su familia (4 integrantes) gastaba 3.035 maravedíes al año en pan (21,53% de su sueldo), 2.442 en carne de vaca (17,31%), 1.431 en vino (10,15%) y solo 960 en el alquiler de una vivienda de renta baja (6,81%). Si seguimos avanzando en el tiempo, para el periodo 1550-1560 nuestro protagonista ya ganaba 22.200 maravedíes anuales (74 diarios), pero la cesta de la compra anual había subido hasta los 26.726 maravedíes (un 89% más). El desfase se solucionó aumentando en 7 los días trabajados a la semana, y modificando la dieta. En resumidas cuentas, la familia reducirá el consumo de combustible y se sustituirán las kilocalorías caras (carne y pescado) por otras más baratas (pan, tocino, legumbres y frutos secos). ¿Nos suena todo esto? Aprovechar las horas más baratas para poner los electrodomésticos, comprar marcas blancas, etc.

Además, debido a la explosión demográfica de la ciudad (incremento del 147% entre 1530-80) y emigración a América desde el puerto del Arenal (200.000 personas, según Boyd-Bowman), unido a la escasa expansión del caserío, surgió una especulación de la vivienda. El precio medio para alquilar una casa barata se encareció un 288% entre 1530-1555 y un 205% entre 1555-1585. Volviendo a nuestro caso práctico del peón albañil, pasó de pagar solo un 6,85% de su sueldo entre 1521-1540 al 17,4% en 1571-1603.

Si nos atenemos a la mencionada investigación del profesor González Mariscal, la partida que más crece entre las décadas de 1520-90 es «la de la vivienda en alquiler, cuyo precio se multiplica por 12,7, seguida de las categorías de menaje (×3,9), alimentación (×3,3) y combustible (×3,2), mientras que el índice general de precios se multiplicará por 3,8».

La tesis bien sencilla sostiene que esta famosa “revolución de los precios” fue una consecuencia de la inundación de metales americanos. Había más monedas (como hasta hace poca financiación a cero intereses por parte del Banco Central Europeo) y demanda, pero no igual o más oferta, mientras que los salarios no se habían elevado. A ello, como causas menores, hay que unir la carencia de granos (como ahora, debido a la sequía y el conflicto ucraniano), la debilidad de la industria (crónico en nuestra comunidad autónoma), las incesantes peticiones indianas y la presencia de excesivos brazos improductivos (religiosos, soldados y mendigos), a parte del mencionado drenaje migratorio (de actualidad, con un estancamiento o pérdida demográfica para la capital). Ahora bien, el fenómeno es un hecho patente y Sevilla una prueba. Serán controvertibles las causas de este, pero lo que no se puede discutir es el tremendo encarecimiento de la vida. Sevilla fue la primera ciudad en sufrirla, y de ella se extiende a todo el país y continente.

Otro caso práctico fue el que nos lega el comerciante Diego de Ordas, quien en una carta fechada en 1536 nos dice que halló «tan gran carestía en el pan y vino y todas las cosas, que quedé espantado y no bastaba la careza, sino lo poder haber». No solo estaban las materias primas por las nubes, sino que no se conseguían. Dicho personaje, que compró dos carabelas en Cádiz para el comercio con América, le escribe a su amigo y representante en México confesándole «darme ya la vida (envíame dinero), porque en esta ciudad (Sevilla) no hay amigo ni quien haga carrera con otro».

El remedio era difícil. No se consideraba válido o eficiente subir o bajar el valor del cambio. Finalmente, se impuso una inflexible prohibición a la salida de la plata y oro, la devaluación de la moneda y penas gravísimas (incluso la pérdida de vida y bienes). La situación empezaría a relajarse a partir de 1603, dándose ese año una situación deflacionaria (-0,5%). Por aquel entonces, Sanlúcar de Barrameda, Sevilla y Madrid se habían convertido en meras bocas, esófagos y estómagos de los poderosos comerciantes, donde se masticaban, trasladaban y fundían, respectivamente, las riquezas americanas, pues el aprovechamiento de sus nutrientes se realizaba en Centroeuropa: el verdadero intestino.

Paradójicamente, las fastuosas cantidades de metales preciosos tragadas por Sevilla, acuñados o no, rápidamente se diluían al volcarse sobre otras geografías. Quedaba una cantidad, por supuesto, en obras de arte y en los bancos locales de donde se iría extrayendo para hacer frente a pagos; cerca de la mitad de lo recibido se empleaba en la compra de cargamentos con destino a América, mientras que la mitad restante se escapaba hacia el extranjero o al resto del país. 2/5 partes del oro iba a las cecas de Madrid y Valladolid, mientras que 1/3 de la plata se quedaba en Andalucía.

Ahora bien, ¿qué pasará cuando no se cuente con la plata americana? Pues que los comerciantes extranjeros no solo serán dueños de las haciendas, sino de las personas que han «servido tan solamente de lo que los indios». Vieja idea esta que viene a significar que los españoles fueron para Europa lo que los indios para España.

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