Tribuna

VÍCTOR J. VÁZQUEZ

Profesor de Derecho Constitucional

El ideal andaluz de José Bergamín

La existencia de Bergamín fue radicalmente española. Dentro de él latieron el 98, el 27, la República, el destierro, el exilio interior, la Revolución y la Santa Madre Iglesia

El ideal andaluz de José Bergamín El ideal andaluz de José Bergamín

El ideal andaluz de José Bergamín / rosell

Andalucísimos y universales poetas de España. Así se refería José Bergamín a Juan Ramón, Lorca, Machado y Alberti en un artículo, Cante andaluz universal, publicado en 1956, en El Nacional de Caracas, y que hoy podemos leer gracias a la impagable recopilación de la extensa colaboración del escritor con este diario que publica la editorial Renacimiento. La fórmula con la que Bergamín engloba a los cuatro escritores invita a detenerse en lo que podríamos llamar el ideal andaluz de Bergamín, un ideal que es sobre todo poético, y que, en mi opinión, no se comprende sólo desde la fascinación sino también desde la propia identidad, de alguna forma andaluza, del propio Bergamín.

José Bergamín fue hijo de un ilustre malagueño, Francisco Bergamín, ministro de la Restauración, pero él ya nace en Madrid, ciudad donde pasará, entre muchos avatares, casi cuarenta años de su vida. Es Madrid, sin duda, la ciudad que curte su temperamento político, republicano irredento, y su propia figura de agitador cultural y editor sin par dentro de su extraordinaria generación. Mas, como él confiesa, la pequeña patria donde se afirma su voz literaria tuvo el acento de una niñez andaluza, pues fueron las voces de las mujeres que lo cuidaban, andaluzas ellas, las que sellaron su oído con ese primer lenguaje iletrado y mágico que Bergamín siempre consideró el bueno. Es desde ahí como se entiende su provocador "elogio del analfabetismo", que no es sino reivindicación de una creatividad originaria, lúdica, radicalmente poética y no esterilizada por la impostura. Bergamín, como hombre del 27, rindió tributo a la cultura popular, pero hay en su veneración verdad íntima, un entendimiento cabal, muy flamenco por otro lado, de la importancia del desaprender, en el sentido de permitir que la expresión poética sea invadida por la insistencia musical de la infancia. Es esa pureza que en su propio atavismo deviene universal la que él encuentra definitoria en andaluces como Picasso, Falla o Juan Ramón.

José Bergamín elogió radicalmente, con su Arte de Birlibirloque, al torero Joselito el Gallo, que era el poder, la gracia y la constante luz. Años más tarde, hizo lo propio con la música callada de otro gitano, Rafael de Paula, al que se ha querido distinguir como más dionisíaco y claroscuro. Lo cierto es que, en la reivindicación radical y simultánea de estas dos tauromaquias, de estas dos maneras artísticas de decirse, hay quien ha visto el culto a la paradoja que tan propio fue de aquel católico que dijo ser comunista hasta la muerte, pero ni un paso más. Reivindicar una cosa y su opuesto sería así la naturaleza de quien ejerció la contradicción como resistencia, como bandera de genuina libertad. En cualquier caso, la contradicción bergaminiana a veces es sólo contradicción aparente, pues creer en la paradoja no es creer en la mentira, sino en una forma de pensamiento que no renuncia a una armonía de fondo, ya sea esta misteriosa. Y yo creo que el misterio aquí, la línea que une el elogio a Joselito y a Rafael se halla precisamente en aquellas claves éticas y estéticas con las que Bergamín comprendía lo hondo andaluz como expresión popular y clásica, nunca castiza, sino natural y, por lo tanto, desaprendida. Decía Bergamín que, en el baile, en el toreo o en el cante andaluz hay siempre un toro invisible que manda y que distingue así al poeta con su actitud torera ante la vida y la muerte. Con la singular elegancia, podríamos decir, de darle armonía a la pena. En definitiva, con una terca ética de la alegría y la gracia.

La existencia de Bergamín fue una existencia radicalmente española. Dentro de él latieron el 98, el 27, la República, el destierro, el exilio interior, la Revolución y la Santa Madre Iglesia... siempre sin tregua, con una pasión intelectual desbordada. Pensó su país en conmoción, como le enseñara Unamuno. En ese trance, es difícil hallar páginas de amor más extremo a España que las que él escribió, ni mayor desagarro que en el españolísimo desdén de su epitafio poético: no quisiera morirme aquí y ahora para no darle a mis huesos tierra española. Dijo también Bergamín que el poeta andaluz carga con un sentimiento de solitaria solidaridad. Poco antes de su muerte, Rafael Atienza le hizo al escritor una serie de fotografías extraordinarias. En una de ellas se ve a don Pepe parado en una carretera del sur, perdida entre un paisaje tórrido y desértico. Lleva una pequeña maleta en la mano y tiene una mirada intensa y perdida. Viajaba, junto Manuel Arroyo, hacia algún lugar donde toreaba Paula. Uno puede ver en aquella imagen la de la España peregrina a la que Bergamín perteneció o el propio esqueleto espectral que él siempre quiso ser, pero ahí está también representada, qué duda cabe, la solitaria solidaridad que le fue propia a quien vivió y murió a la manera de un andalucísimo poeta de España.

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