El título de este articulillo tiene un cierto regusto financiero, si los recuerdos fueran un activo susceptible de valoración, o jurídico, por aquello de la inversión de la carga de la prueba que opera en algunas circunstancias, o incluso tributario –vade retro, Satanás– por inversión del sujeto pasivo. Pero no. La alusión es un tanto más literal.
Si lo que leo es cierto, se estima que en España habrá pronto casi un millón de personas diagnosticadas de la enfermedad de Alzheimer, ese psiquiatra alemán de triste fama. Unas cuarenta mil más cada año. A medida que la edad media de la población española aumente, es razonable esperar que la prevalencia de ese mal también lo haga, puesto que es más frecuente cuando las personas ganan en años. Parece que la naturaleza, tan puñetera en ocasiones, quiere compensar la mayor sabiduría que la experiencia puede propiciar con el olvido de lo aprendido, de lo vivido, de la realidad.
Recientemente leía varios cuentos magníficos de Joaquín Correa que tienen como hilo conductor, como tema común, el del olvido en múltiples facetas, manifestaciones y situaciones. Pero, para ser sinceros, saco esta cuestión a colación a sugerencia de una amiga, extraordinariamente lúcida, bienhumorada y joven a sus poco más de noventa años.
No se me escapa que el problema es complejo, difícil, con mil ramificaciones (médicas, psicológicas, familiares, sociales, económicas, etcétera) y, tal vez gracias a Dios, no tengo en absoluto conocimientos sobre ello. Esta amiga me invitaba, creo, a fijarme en un aspecto: el enfermo de alzhéimer será progresivamente incapaz de recordar muchas cosas, muchas personas, su propia vida, pero también será, casi siempre, alguien que tal vez tenga familia, amigos, un entorno. Personas y entorno que sí conocen esa vida.
La propuesta de esta amiga es que los que sí mantenemos la capacidad de evocar el pasado no nos olvidemos de quién es esa persona aunque ella no tenga ni noción de sí misma. Que suplamos sus olvidos con nuestra presencia, con nuestra paciencia, con nuestra sonrisa, con nuestras historias –tal vez las suyas–.
En uno de los cuentos de Joaquín Correa a que aludía antes, un personaje que da título al relato, “la comadrona de recuerdos”, consigue que “afloren los recuerdos de las personas que parecen haberlos perdido, que salgan fuera… Es una especie de parto, ayudo a que esos recuerdos, como si fuesen criaturas que vienen al mundo, nazcan sanos y se desarrollen a la luz del día como niños recién paridos”, recuperando “recuerdos que a veces se van como se va el agua por un desagüe que se ha dejado abierto sin que nos diésemos cuenta”. Y lo consigue “tarareando canciones hasta notar que la chispa de la luz prende en las cabezas de los ancianos”.
Evidentemente la mayoría de mortales no tenemos ese don. Pero posiblemente sí los de la voluntad y el cariño. Que también son dones, facultades importantes. Y en nuestra mano está, hasta cierto punto al menos, emplearlos. Qué difícil.