Desde el año 2019 se empezó a implementar en nuestra Comunidad por parte de la Junta de Andalucía, con competencias en materia de Justicia, un nuevo sistema de gestión procesal conocido como @adriano. La intención era impulsar la modernización de la Justicia andaluza. Nadie discute la necesidad de digitalizar y avanzar hacia una Justicia más ágil y eficiente. Pero la experiencia diaria nos muestra otra realidad: bloqueos constantes, lentitud extrema, pérdida de documentos y equipos obsoletos que fallan sin previo aviso. Lo que nació como una herramienta de eficiencia se ha convertido en un motivo añadido de retraso e inseguridad.
Hay días en que lo más difícil no es dictar una sentencia, sino lograr que el sistema informático funcione. O que el programa de grabación de vistas, conocido como Arconte, decida no funcionar justo cuando comienza el juicio. Cuando eso ocurre –y ocurre con frecuencia–, la vista debe suspenderse, las partes se marchan frustradas y obliga a rehacer agendas, a menudo en juzgados saturados de señalamientos y con escaso margen de maniobra.
El ciudadano imagina los tribunales como espacios solemnes, de deliberación y decisión. Pocas veces se piensa en la fragilidad que hay detrás, juzgados que se paralizan porque el sistema no responde, videoconferencias que se interrumpen, resoluciones que no pueden firmarse. La tecnología, concebida para facilitar el trabajo, acaba en demasiadas ocasiones condicionándolo.
No son simples molestias o deficiencias técnicas. Cada fallo informático se traduce en tiempo perdido y en pérdida de confianza. Para quienes trabajamos en la Justicia, supone jornadas más largas y esfuerzo inútil. Para los ciudadanos, significa una Justicia que se retrasa, que aplaza juicios, que parece no avanzar. Cuando el sistema se cuelga, también se resiente, aunque sea por unas horas, el derecho a una tutela judicial efectiva.
La situación genera un desgaste silencioso. La repetición de incidencias y la falta de soluciones estables minan la motivación de quienes sostienen el servicio público de la Justicia. Se responde con paciencia, con profesionalidad y con improvisación, pero la sensación de impotencia crece. La Justicia no puede depender de la suerte de que un equipo arranque o un programa no se bloquee.
La modernización tecnológica es indispensable, pero no puede reducirse a implantar programas. Modernizar es también garantizar que funcionen, que sean fiables, que permitan a los funcionarios tramitar de forma adecuada los procedimientos y a los jueces centrarse en lo esencial: juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La tecnología debe ser un medio, no puede convertirse en un obstáculo.
La Justicia, como cualquier otro servicio público, necesita una infraestructura sólida, un mantenimiento constante y un compromiso institucional con su propio funcionamiento. No se trata de pedir más recursos por pedirlos, sino de exigir lo imprescindible para que el sistema funcione y cumpla su finalidad, que no es otra que la de ofrecer respuestas eficaces, en tiempo razonable y con garantías a quienes acuden a ella.
Cada día, miles de profesionales sostienen con su trabajo una maquinaria que se resiente. Lo hacen con dedicación y sentido del deber, pero la confianza ciudadana no puede descansar únicamente en su entrega. Debe apoyarse en un sistema que funcione con la fiabilidad que el ciudadano merece.
La tecnología puede y debe servir a la Justicia, pero la Justicia no puede seguir esperando a que la tecnología decida cuándo podemos trabajar. Porque detrás de cada fallo del sistema, hay un ciudadano esperando. Una familia que no puede resolver un conflicto, una víctima que aguarda una respuesta, una persona que necesita que el sistema funcione. La Justicia no puede ser rehén de un programa informático y solo recuperará su credibilidad cuando vuelva a ser, ante todo, un servicio eficaz para quien la necesita… y no una carrera de obstáculos tecnológicos.