La tribuna

Una urgencia silenciosa

Una urgencia silenciosa
Esteban Fernández Hinojosa
- Médico

España tendrá que afrontar en quince años una de sus transformaciones sociales más profundas. La población mayoritariamente envejecida, en gran parte sin redes familiares y con un Estado incapaz de garantizar una atención digna, formará parte del escenario cotidiano. La realidad de las proyecciones señala que en torno a 2040 más de un tercio de los españoles superará los 65 años, muchos viviendo solos, sin descendencia o con hijos lejos, absorbidos por sus propias dificultades. El aumento de la esperanza de vida, uno de los grandes logros de la modernidad, se vuelve aquí un espejo ambiguo. Si bien prolonga la existencia, ésta con frecuencia es frágil y dependiente, como observamos hoy. Basta ver las listas de espera de las residencias, la sobrecarga de los servicios domiciliarios o el déficit de profesionales en geriatría. La proyección a tres lustros es inquietante, con un ejército de ancianos invisibles bajo un sistema colapsado.

La familia fue el sostén natural de los mayores. Esa lógica de reciprocidad ha desaparecido con el derrumbe de la natalidad, la incorporación plena de la mujer al trabajo fuera del hogar y la dispersión familiar. Quizá la mayor amenaza del envejecimiento, más que la muerte, sea la soledad. Ni partidos políticos ni el Estado del bienestar se ocupan en la búsqueda de soluciones. Mientras el gasto en pensiones y sanidad crece sin freno, la dependencia sigue sin debatirse. Además del problema financiero que supone, los trámites son lentos, la organización inexistente y los profesionales escasos y mal pagados. Asusta imaginar la atención en 2040, con más ancianos y menos cotizantes. Bajar los brazos no es una opción. Como se cuestiona el especialista en sistemas sanitarios Juan Villar, el punto crucial estriba en decidir qué estructuras interesa preparar desde ahora. El modelo residencial clásico, basado en macrocentros, ha mostrado sus límites, entre ellos los costos inasumibles por la mayoría. Podrían imponerse alternativas como el cohousing, donde grupos de mayores comparten espacios y servicios con cierta autonomía. También debe reforzarse la atención domiciliaria, con apoyo tecnológico para monitorizar la salud sin sustituir el contacto humano.

Una de las claves es dignificar el trabajo de cuidador. España necesitará miles de profesionales en geriatría y asistencia a los que, además de formación, hay que ofrecerles estabilidad y reconocimiento. El cuidado no puede permanecer precario ni relegado a una inmigración vulnerable; debe consolidarse como profesión esencial. Necesitamos también un cambio en la mentalidad colectiva, toda vez que cuidar a los mayores es un deber cívico y una oportunidad de reconstruir vínculos. Las escuelas, los barrios y las instituciones pueden fomentar encuentros intergeneracionales que combatan la invisibilidad. Si la familia tradicional ya no puede sostener, la comunidad está obligada a reinventar nuevas formas de apoyo colectivo. Cada uno debe aprender a asumir su responsabilidad planificando la jubilación vital, además de la económica. El envejecimiento debería ser un proyecto, más que un accidente y así decidir dónde y cómo envejecer, prever formas de mantener la autonomía y anticipar necesidades.

España puede convertirse en un país marcado por el abandono de sus mayores, o también en un referente si encuentra respuestas creativas y solidarias, pero no puede esperar al colapso. El reto es sobre todo moral, además de financiero y sanitario. Una civilización se define por el trato que ofrece a sus más débiles. Pensar sobre el valor que damos a la vida en su fragilidad o la dignidad que reconocemos a quienes nos precedieron es decisivo para afrontar el examen que se nos avecina. Preparar sistemas y estructuras para cuidar a los mayores es, más que una cuestión de eficiencia, una exigencia de justicia. No podemos dejar la vejez en un naufragio colectivo, puesto que es parte de la vida y merecedora de respeto y compañía.

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