Tribuna

diego lópez garrido

Vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas

Lo que va de Alfonso XIII a Felipe VI

Lo que va de Alfonso XIII a Felipe VI Lo que va de Alfonso XIII a Felipe VI

Lo que va de Alfonso XIII a Felipe VI / rosell

La salida de España de Juan Carlos I ha llevado a algunos sectores mediáticos a compararla con el exilio del Rey Alfonso XIII ante el triunfo de las candidaturas republicanas en las elecciones municipales de 14 de abril de 1931. El exilio de Alfonso XIII expresó el anunciado fin de la ya maltrecha Monarquía. España pasó a convertirse en República, cuya vida fue cortada por la insurrección antirrepublicana de la mayor parte del Ejército (no así de las fuerzas de seguridad y la Guardia Civil, que permanecieron leales al régimen legal y constitucionalmente establecido). Nada tiene que ver un exilio con el otro, y no sólo porque Alfonso XIII era entonces Rey y Juan Carlos I ya no lo es.

La Monarquía parlamentaria es en España un principio constitucional. Es una parte de la estructura esencial de nuestro sistema político. Como el Estado de Derecho, la Democracia o los Derechos Fundamentales. Si se suprimiesen alguno de estos principios, no estaríamos evidentemente ante una mera "reforma" de la Constitución, sino ante una "ruptura" del régimen de 1978. En esa ruptura intervendría el Poder Constituyente "originario", no el Poder Constituyente "constituido".

Pues bien, la actuación de un ex Rey, considerada supuestamente ilegal o gravemente contraria a los principios éticos, no interrumpe el devenir de un régimen político desde que, en el constitucionalismo europeo del siglo XX, se implantara la llamada Monarquía parlamentaria. Así ocurrió en España, precisamente en 1978, después de la ominosa Dictadura franquista, por medio de una Constitución abrumadoramente votada por los españoles.

La interrupción o ruptura de un régimen por conductas ilícitas de un jefe de Estado sucedió en el siglo XIX, y principios del XX, porque el régimen político, en gran parte de Europa, era entonces una "Monarquía constitucional", en la que los monarcas tenían efectivos poderes ejecutivos (mandar el Ejército) o legislativos (sancionar las leyes). El mayor de esos poderes políticos era elegir o destituir a los jefes de Gobierno, sin contar con la decisión previa popular, y nombrar a los cargos públicos. El mejor ejemplo de ello es la Constitución de Cádiz de 1812. Sus artículos 170 y 171 enumeran unas competencias interminables atribuidas al Rey: desde ejecutar las leyes a dirigir las relaciones exteriores.

En España, los reyes tenían un poder determinante en el Estado. El caso más dramático fue Alfonso XIII, que trajo la Dictadura de Primo de Rivera. Nada menos.

Eso le costó el cargo. No sólo a él. También a la propia institución monárquica. La sustituyó la II República, como a la época isabelina le sucedió la también efímera I República. Era lógico. La institución monárquica tenía potestades enormes, por tanto, responsabilidades enormes. Sus grandes errores políticos fueron sucedidos de rupturas del régimen hacia repúblicas, identificadas con la democracia.

En el siglo XX, las monarquías parlamentarias democráticas, entre ellas la española, se han mantenido porque han desposeído de poder político -ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial- a los reyes. En la Constitución de 1978, el Rey sólo tiene las potestades que le concede la Constitución. No hay "residuo" de poder histórico. Y las potestades del Rey siempre van refrendadas por una autoridad del Estado, que es quien responde del acto refrendado. El Rey no tiene por ello responsabilidad política. Los efectos de sus actos son atribuidos a quienes los refrendan.

Pero no me refiero ahora, naturalmente, a ese tipo de actos, sino al escándalo producido por hipotéticas conductas del Rey emérito en ámbitos teóricamente privados. Estos actos no son conductas políticas en sentido estricto, aunque tengan un impacto en la opinión pública y en la vida política en sentido amplio. Las acciones atribuidas a Juan Carlos I no suplantan a los poderes del Estado, ni condicionan las políticas públicas, o la situación económica y social de España. Sí afectan, claro, directa o indirectamente, a la persona que ostenta la jefatura del Estado, afecta al Rey Felipe VI. Pero no al régimen constitucional, hasta el punto de plantearse su crisis o su transformación rupturista.

Por supuesto, al rey Felipe VI corresponde reaccionar con la máxima transparencia y distanciamiento de dichas supuestas conductas de su antecesor. Es lo que ha empezado a hacer con algunas decisiones conocidas.

Así que, Juan Carlos I, de probarse los hechos que se le atribuyen, pasará a aparecer con un pasado diferente al que se supone tenía en sus decisiones privadas. Sería posible cambiar la valoración de su pasado, pero no el futuro de la vida política española. No podría poner en cuestión al régimen político vigente, a la figura del actual Jefe del Estado. Porque entre Juan Carlos I y la legitimidad de Felipe VI no cabe ni lógica, ni moral, ni políticamente, establecer una vinculación constitucional, hasta el punto de hacer que las actuaciones del Rey anterior pongan en crisis a la Monarquía parlamentaria y al régimen de la Constitución de 1978. Es lo que va de Alfonso XIII a Felipe VI.

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