DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

diego romero de solís. catedrático de Estética jubilado

"Desde el Mio Cid hasta la Constitución de Cádiz hay un sueño de unidad"

  • Antiguo profesor de Oxford -donde le racionaban el vino- y pionero en los estudios de Estética en la Hispalense, pertenece a esa Sevilla secreta y culta que apenas sale en las fotos de los saraos

Diego Romero de Solís, en su domicilio, durante un momento de la entrevista.

Diego Romero de Solís, en su domicilio, durante un momento de la entrevista. / fotoS: josé ángel garcía

Presiden el apartamento de Diego Romero de Solís (Sevilla, 1945) dos cuadros. El primero es un bonito retrato del siglo XVIII de un antepasado, uno de esos señores con peluca blanca que nos hacen pensar en un mundo alegre y ritualista. El propio entrevistado conserva algo de ese espíritu dieciochesco, por su amabilidad y el refinamiento casi cortesano de sus ademanes. El otro cuadro también es el retrato un antepasado. Su autor es Esquivel, uno de los grandes pintores del romanticismo sevillano, y nos muestra a un hombre de talla imponente, con barba ancha y un chaleco de terciopelo carmesí que deslumbraría al más indolente de los dandis. Aunque Diego Romero de Solís viste con una dejadez juvenil (camisa vaquera, sobre camiseta negra), todo en la estancia nos remite a un mundo ido que apenas sobrevive atrincherado en aquel pequeño apartamento del centro de Sevilla. No esperábamos menos de un catedrático de Estética que siempre mostró cierto desdén por las convenciones universitarias y que escogió esta especialidad porque era la mejor manera de sacarle partido a sus virtudes y a sus defectos. Como testigo de una vida quedan varios libros que reflexionan sobre el paisaje, la impaciencia del deseo o la memoria romántica. Actualmente vive a caballo entre Sevilla y Sanlúcar de Barrameda, escribiendo y mirando al Coto de Doñana.

-Usted fue profesor en Oxford, una universidad legendaria.

-Sí, fui lector en Oxford. Allí, el lectorado de español tenía un estatus superior a los otros lectorados, como el de alemán o francés, y el que disfrutaba del cargo tenía la categoría de profesor. Esto se debía a que el primero en ocuparlo en el siglo XX fue Alberto Jiménez Frau, el que sería después primer director de la Residencia de Estudiantes de Madrid, un hombre que ya en su etapa en Inglaterra era mayor y muy respetable. Esas cosas en Oxford se convierten en tradición. Estuve allí dos años y fue una experiencia interesantísima.

-Hay toda una mitología de Oxford como un lugar fuera del tiempo.

-Es una de las mejores universidades del mundo y con una mayor tradición. En España tenemos grandes y muy antiguas universidades, pero han perdido gran parte de sus tradiciones. Oxford no es una universidad centralizada, sino una especie de confederación de colegios independientes. Algunos son ricos y otros pobres, pero hay solidaridad entre ellos. Como lector de español me tocó vincularme a Exeter College.

-¿Era de los colegios ricos o de los pobres?

-De los ricos y uno de los más antiguos. Era exageradamente tradicional. Por ejemplo, yo tenía derecho a comer en la high table, que es la mesa de los profesores. Servían un vino maravilloso de Burdeos que a mí me gustaba mucho, pero el profesor que presidía la mesa, el más antiguo, que debía ser un poco puritano, me tenía controlado y no me dejaba tomar más de una copa. La verdad es que, en Oxford, lo español no tiene demasiada consideración. Quizás porque ganaron a la Armada Invencible o por su tradición protestante... El establishment no nos tiene demasiado aprecio intelectual. Yo notaba que había un cierto prejuicio que creo que está basado, fundamentalmente, en la ignorancia. Esto ha empezado a cambiar gracias a grandes profesores de Oxford como el historiador sir John Elliott.

-¿Se sentía usted como un extraño?

-Investigando me di de cuenta que una rama inglesa de mi familia, los Osborne, había estudiado en Exeter desde finales del siglo XVI. El primer Osborne que vino a Andalucía ya estuvo en Oxford.

-Usted es catedrático jubilado de Estética. ¿Cómo llega a esta disciplina?

-Me incliné por los estudios de Estética porque son los más libres de todos, los menos disciplinados, donde uno puede expresar más su subjetividad, su imaginación... Para dedicarse a la Estética uno tiene que tener fundamentalmente sensibilidad, imaginación y cultura. Aquí hay muchas gentes con las dos primeras premisas, pero suele faltar una cultura que tiene que ser universal en todos los ámbitos, la literatura, la poesía, la filosofía... Yo tomé el camino de la Estética por mi propia idiosincracia, también por mis propias limitaciones, pero entonces no había ningún futuro en ese ámbito de conocimiento, aunque después tuve la suerte de que me pude dedicar a él en la Universidad.

-¿Tuvo algún maestro?

-No, he sido un autodidacta, para bien y para mal, aunque normalmente es para mal. Guardo gratos recuerdos de profesores de Filosofía como Arellano o Peñalver, que me ayudaron y aconsejaron mucho. Eran personas muy valiosas y humanamente muy ricas, pero su especialidad no era la Estética.

-¿Y echa de menos haber tenido algún maestro?

-Sí, porque un maestro ayuda mucho, te ahorra tiempo y sus consejos te hacen ir a los objetivos mucho más rápido que si vas por tu cuenta. Yo había veces que creía que había descubierto la pólvora...

-Usted se jubiló hace aproximadamente cinco años. ¿Cómo eran los últimos alumnos a los que les dio clases?

-Muy inmaduros. Apenas sabían escribir, por lo que yo les mandaba trabajos de una o dos páginas con la intención de que se ejercitaran en la escritura. En la enseñanza, para mí siempre ha sido muy importante la expresión de lo personal, del pensamiento propio, lo que me solía provocar grandes conflictos con mis compañeros de departamento, que pensaban que eso no era nada científico. Yo quería que los alumnos tuviesen una lectura adecuada, vital, propia, de una obra determinada. Quería que dialogasen con las obras no para descubrir la pólvora, sino para descubrirse a sí mismos, para que crecieran sus sentimientos, su imaginación...

-Ha escrito y coordinado obras sobre un tema que ahora está muy en boga: el paisaje.

-Sí, en los últimos años me he dedicado mucho a ese asunto. Cuando empezamos apenas había libros que abordasen el tema del paisaje desde la filosofía. Hicimos dos libros: Paisaje y melancolía y En ningún lugar (el paisaje y lo sublime).

-Como todo, el paisaje se está banalizando. Un ejemplo: esos chiringuitos de playa donde hay gente que se reúne con banda sonora chill out a ver una puesta de sol. Al final, aplauden.

-Ahora se aplaude por todo, incluso cuando te mueres.

-O peor, cuando te casas. Pero hablemos del paisaje y lo sublime.

-Si titulé el libro En ningún lugar fue porque lo sublime no se produce en ninguna parte, sino en el interior del ser humano. El paisaje se percibe de un modo espiritual a través de nuestras facultades. También hay animales que contemplan el paisaje, basta contemplar a los gatos o los chimpancés, que lo observan con sorprendente satisfacción. Lo sublime no está en el objeto, sino en el sujeto. El paisaje nos hace sentir los propios fundamentos de nuestra alma. Se mete dentro de nosotros y nos descubre la infinitud que puede haber en lo humano. Te invita a sentir la trascendencia de lo humano.

-La experiencia previa es muy importante para ver un paisaje. Hay gente que sabe mirar mejor que otras.

-El paisaje es una cosa cultural y, por lo tanto, necesitas una serie de elementos para sentirlo: la idea de belleza, la sensibilidad, la hermandad con la naturaleza... Es importante que estés abierto al paisaje, en el sentido psicológico del término, y que tengas la sensibilidad para valorarlo.

-Hay personas que valoran la huella del hombre en el paisaje (una escultura en medio de un bosque, un pueblo en la falda de un monte...); otros, sin embargo, prefieren la naturaleza sin interferencias.

-El ser humano puede mejorar el paisaje, sobre todo cuidándolo. Heidegger sacó de la Biblia un término muy bonito: el hombre es el guardián del ser. Recuerde también algunas pinturas de Friedrich en las que, de repente, coloca una cruz. Es la espiritualización del paisaje, lo que significa conectar con la tierra, que no deja de ser una expresión, en definitiva, de lo dionisiaco.

Diego Romero de Solís durante la entrevista Diego Romero de Solís durante la entrevista

Diego Romero de Solís durante la entrevista

-¿Tiene usted algún paisaje del alma?

-Muchos, pero hay uno que contemplo ahora todos los días, pero que me surgió ya desde mi infancia. La primera vez que fui a Sanlúcar de Barrameda y contemplé la desembocadura del Guadalquivir y Doñana al otro lado, me conmovió y, desde entonces, no deja de hacerlo. Ahora paso largas temporadas en Sanlúcar y veo a todas las horas ese paisaje.

-A los sevillanos les fascina Sanlúcar, y viceversa.

-Sin duda, es lógico, porque el río es lo que une, el gran protagonista.

-Otro tema sobre el que usted ha escrito y nos parece sumamente interesante es el del miedo a la mujer.

-El miedo es una categoría fundamental, sobre todo en nuestro tiempo. Quizás no hay una época en la historia en la que el miedo se haya percibido con tanta evidencia, seguramente por las cosas que han pasado en el siglo XX, por la capacidad de información que tenemos y por la deriva inquietante del mundo.

-El miedo al futuro es muy evidente: el cambio climático, la distopía tecnológica por la que apuestan algunos... Antes existían los temores milenaristas... Es como si el hombre necesitase del miedo para existir.

-La experiencia del miedo ha sido sistemáticamente ocultada. Lo solemos atribuir a cosas sin importancia, a cosas infantiles; tratamos siempre de disimular, pero el miedo está siempre presente, con más fuerza en el ser humano que en los animales. El miedo es una categoría central, el humano es el ser que teme.

-¿Se puede vivir sin miedo?

-No se puede vivir sin miedo, pero hay que transformarlo en otras cosas: en arte, en negocios, en ciencia. Sobre todo es fundamental comprenderlo, analizarlo... Comprender es vencer.

-Volvamos al miedo a la mujer.

-Como bien ha estudiado el historiador francés Jean Delumeau, en los siglos XVI y XVII, hasta la Ilustración, hay una auténtica represión a las mujeres en Europa, hasta el punto de que fueron asesinadas miles y miles de ellas acusadas de brujas cuando eran simples curanderas. Era una expresión descarnada del pánico que producía esa unión entre mujer, naturaleza y sexualidad. Ahora no se quema a las mujeres, pero sigue existiendo el miedo hacia ellas. Prueba de ello es el temor que produce el movimiento feminista, sobre todo el radical. Hay un mito en nuestra cultura, la vagina dentata: el sexo femenino que atrapa al sexo masculino y lo devora.

-Hace tiempo que escribió en la Revista de Filosofía Medieval un artículo que me ha llamado mucho la atención: La muerte del caballero.

-Dos lecturas al respecto han sido muy importantes para mí: el Mio Cid y las Coplas de Manrique. Siempre vi en el Mio Cid un símbolo. Por un lado está la épica como símbolo de la lucha por la vida. En este cantar de gesta continuamente se está diciendo: "Si no guerreamos no ganaremos el pan". Es como un lema. Es decir, si no luchamos no podremos sobrevivir. Por eso vi en el Mio Cid una afirmación de la vida. Pero también hay otro elemento que me interesó muchísimo, que es la relación entre el poema del Mio Cid y la idea de España.

-España, un tema que vuelve a estar de actualidad. ¿Cómo es esa relación?

-Estoy totalmente de acuerdo con Menéndez Pidal, quien dice que el Mio Cid es el primer poema nacional. En esta obra se canta a España, se la percibe como una unidad cultural, espiritual... Eso lo he sentido leyendo sus páginas, cuando en un verso se dice "cuán grande es España..." Desde el Mio Cid hasta las Cortes de Cádiz hay un sueño de unidad que va cambiando. Eso está ahí. Hay muy pocas naciones que tengan un poema de la altura del Mio Cid. El concepto de España es mucho más antiguo, fuerte y personal de lo que podamos pensar. Y no estoy hablando de nacionalismo, que es algo que detesto, sino de una realidad cultural.

-¿Y la muerte? Me da la sensación de que hoy en día intentamos esconderla. Algo que debe tener mucho que ver con la negación de lo sagrado.

-En su libro Historia de la muerte en Occidente, Philippe Ariès, recuerda como en el Nueva York de los años sesenta la muerte se escondía, hasta el punto de que se trasladaba a los muertos en ambulancias, no en coches fúnebres. Yo recuerdo en mi niñez los fabulosos coches de caballo fúnebres que recorrían las calles, mientras la gente se arrodillaba o santiguaba a su paso. En Oxford atravesaba todos los días un cementerio lindante con la parroquia. Era un sitio familiar, que estaba incorporado a la vida. Aquí los cementerios están apartados, pero suelen ser lugares atractivos e incluso bonitos, con muchas flores, luz, árboles. Una de las características de nuestro tiempo es que la muerte no existe. Por todos los medios hay que intentar que no se piense en ella, cuando es una constante, el hombre es un ser para la muerte. Ella nos hace, nos construye, nos condiciona... Hay un momento en que la muerte lo es todo. Uno de los mitos más hermosos de nuestra cultura católica es el de la resurrección, pero todo eso hoy en día está líquidado. Vivimos en una época que, desde el punto de vista psíquico y personal, es sumamente pobre. No hay capacidad e imaginación para enfrentarse a la muerte. Es un ejemplo más de nuestra decadencia.

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