Manuel Álvarez | Médico

“Una persona tóxica te puede llevar a la UCI”

Manuel Álvarez, en el Colegio de Médicos, durante la entrevista.

Manuel Álvarez, en el Colegio de Médicos, durante la entrevista. / Juan Carlos Muñoz

Después de escuchar y transcribir la grabación de más de una hora de charla con Manuel Álvarez (Luque, Córdoba, 1941), doctor especializado en medicina psicosomática, caemos en la cuenta de que el entrevistado no ha usado ni un sólo término que hayamos tenido que consultar en enciclopedia alguna. Algo raro en una época en la que cualquier conversación acaba enmarañada en una selva de términos incomprensibles. Manuel Álvarez, bético y miembro del Opus Dei, habla con sencillez y sabiduría, siempre con una sonrisa en la boca y comprendiendo las limitaciones del entrevistador. Su estirpe es la de los viejos médicos humanistas, más pendiente del trato directo con los pacientes que de las pantallas de los ordenadores. Sin embargo, el currículum de este médico internista es largo y denso tras décadas de ejercicio. Promotor, miembro fundador y primer presidente de la Sociedad Andaluza de Medicina Psicosomática es autor de libros como ‘¿Quieres ser feliz? Claves para mejorar la Autoestima’ o ‘El efecto Gioconda. Cómo soy, cómo me veo, cómo me ven. Aprendiendo en el espejo de la mirada ajena’. Es también académico correspondiente electo de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Cádiz.

–Acaba de cumplir los 80 y está estupendo, enhorabuena.

–Lo he celebrado. Esta edad da una buena perspectiva de la vida, de la historia, de los amigos, de la familia, de los que se fueron y han llegado. Es estupenda.

–¿Médico por vocación o porque hay que comer de algo?

–Es mixto. Al principio me daba un poco de miedo, como los toros. Pero tenía familiares en la profesión y mi madre decía que quería tener un médico a su vera toda la vida… Además, el servicio a los demás siempre ha sido un leitmotiv para mí, algo que heredé de mi padre.

–Ahora, todos los jóvenes quieren estudiar Medicina. Quizás demasiada novelería. Algo normal, por otra parte.

–Para entrar en la Facultad yo haría un examen de vocacional. Hay que hacer una medicina de servicio. Un buen médico es como un buen taxista, hace su servicio y después debe cobrar por ello sin ningún complejo.

–¿Y cómo sería ese examen vocacional?

–Principalmente una conversación con el estudiante. Es ahí cuando uno se da cuenta si el examinado tiene amor por la profesión o no, porque el amor siempre encuentra recursos para mostrarse. Aparte hay pruebas psicológicas para detectar estas cosas.

Cuando comencé a ejercer comprendí que los pacientes no tienen enfermedades, sino dolencias

–¿Estudió en Sevilla?

–Sí señor, en la Macarena, siete años. Terminé en el 65. Como alumno interno me llevé tres años haciendo guardias de tres de la tarde a nueve de la mañana. Ahí aprendimos mucho y con entusiasmo, teníamos una gran responsabilidad, se nos quitaron todos los miedos.

–Desde entonces ha llovido mucho. La medicina ha cambiado. ¿Los médicos de ahora son mejores?

–Saben más de ciencia y de técnica, pero se ha dejado de ejercitar la medicina centrada en la persona. Para mí fue positivamente traumático encontrarme con que los pacientes me contaban historias que yo no podía parangonar con un texto de medicina. Fue entonces cuando comprendí que los pacientes no presentan enfermedades, sino dolencias. Es decir, la enfermedad vivida. Esa es la que hay que localizar y la que no se aprende en los libros, sino rozándose con los pacientes, algo que la medicina actual debería mejorar.

–Tratándose de usted, la pregunta inevitable es hasta qué punto lo psicológico afecta a la salud.

–El dolor, el vómito el mareo, la tristeza, el cansancio, o la falta de apetito son expresiones de trastornos metabólicos que tienen su fundamento en vivencias, en emociones. Vivimos cargados de emociones que repercuten en el cuerpo, sobre todo cuando se convierten en sentimientos y empiezan a influir en las hormonas. Todos los síntomas de una enfermedad o un malestar son expresiones de la biografía de la persona.

–Uno de sus libros se llama ‘¿Quieres ser feliz? Claves para conseguir la felicidad verdadera’ (Almuzara). Es mucho lo que se promete. Me imagino que el título se lo pondría Pimentel. ¿Qué es eso de la felicidad verdadera?

–Aquella que no nace del engaño y que tiene fundamento. Enrique Rojas decía que la felicidad es un puzzle en el que siempre falta una pieza. Eso me convence mucho, porque la felicidad humana no da para más. No es algo que se fabrica en este barrio. Es como si estuviésemos hechos para otra vida.

–¿La felicidad en este mundo es una quimera?

–Es un estado por el que se lucha, que se puede alcanza parcialmente, pero nunca de un modo completo en esta vida. Podríamos decir que es una mezcla de los deseos y los logros. Siempre será más feliz aquel que tenga unos requerimientos más razonables.

–Dígame una fórmula que nos acerque a la felicidad.

Todos los síntomas de una enfermedad son expresiones de la biografía de una persona

–Le responderé con una frase del libro: “Toma conciencia de tu ser, de tus posibilidades y proyectos, de tus recursos vitales y aprende a manejar los planos del vivir, para poder adaptarte a las necesidades de cada etapa vital, a cada entorno familiar o profesional y a las necesidades que cada una de esas situaciones te plantea”.

–Usted que ha atendido a miles de pacientes, ¿qué ha visto más, felicidad o lo contrario?

–He visto sobre todo afán de vivir, de supervivencia. La gente no quiere morirse, no quiere pararse, sino continuar. Existe siempre un anhelo de algo más. El hombre está a la espera permanente de un segundo plato, aunque luego sean alcachofas fritas. Siempre tiene esperanza. Si no la tiene está muerto.

–Hoy en día existe un discurso que quizás le da una excesiva importancia a la actitud del enfermo hacia la enfermedad. Eso podría hacer mucho daño, sobre todo a pacientes con dolencias incurables, ¿no?

–Para vivir hay que querer vivir. La actitud optimista y esperanzada es muy importante. Ahora bien, hay enfermedades con las que poco se puede hacer...

–¿Nos miramos demasiado el ombligo? ¿Nuestros abuelos eran más duros?

–Sí, incluso se pasaban. No hay más que mirar los suplementos de salud que hay en todos los medios de comunicación, los libros sobre la materia que se editan, los programas... Y no podemos olvidar otros aspecto como la psicologización y la psiquiatrización, que son dos enfermedades sociales.

–¿Por qué?

–Porque se enfoca como anormal o patológico lo que es el propio vivir. Cualquiera que tiene mal cuerpo, un tic o una deficiencia pequeña enseguida va al médico o al psicólogo y eso genera hipocondría, excesiva preocupación, somatizaciones, alteraciones orgánicas en el cuerpo provocadas directamente por las emociones. Por eso interesa tener buena cultura médica y buenos consultores.

–La hipocondría es todo un problema para el que la padece.

–La hipocondría es algo que se aprende, educacional más que constitutivo. La heredamos de nuestro padre o abuelo. Tiene unos moldes de aprendizaje.

–¿Y cómo se desmonta?

–Es curioso, hay veces que se desmonta en años y otras en una sola sesión. He tenido recientemente un caso extremo en el que una persona estaba convencida de que tenía un cáncer, incluso llevaba seis meses dado de baja y en un sinvivir. Sin embargo, en un rato de conversación, dándole confianza, con sugestión, se curó. Pero lo normal es que ese problema tenga correa.

Yo me he propuesto vivir la vida como un paseo y lo estoy consiguiendo

–¿La crispación política produce enfermedades?

–Claro. Lo que nos hacen sufrir los políticos afecta a la salud. La confianza defraudada genera mala calidad de vida.

–Es decir, que cuando un político promete que va a crear 800.000 puestos de trabajo y luego no cumple es como si esparciese un virus en la sociedad, ¿no?

–Pues sí. Por eso es importante vacunarse contra esos virus, mantener la distancia...

–Por cierto, ¿qué es el ‘efecto Gioconda’ con el que titula otro de sus libros? Tiene usted talento para nombrar sus obras.

–Ese título fue idea de David González Romero, cuando trabajaba en Almuzara. Estaba comiendo con él y y Pimentel en el bar Sancho Panza, en Los Remedios. Comenté que quería escribir un libro sobre cómo aprender del otro, porque se aprende mucho del trato con la gente. Entonces David dijo: “eso es el efecto Gioconda”. Me pareció muy bonito y me puse a escribir sobre el tema. El subtítulo del libro reza: “aprendiendo en el espejo de la mirada del otro”

–¿Y qué es lo que te dice la Gioconda?

–Aquello que tú quieres oír, pero no te atreves a decírtelo. Es importante buscar la unidad en cómo me veo yo y cómo percibo que me ve la gente. Meterte dentro de ti para saber relacionarte con realismo.

–Los otros nos enseñan muchas cosas, pero también nos hieren. ¿Cómo evitar eso?

–Lo primero es saber localizar a las personas que son tóxicas para nosotros. Lo segundo, usar la prudencia para no darles las dagas que nos pueden clavar en la espalda. Lo tercero, no frecuentar mucho su trato. Estar dispuestos a ayudarles, pero siempre que no nos perjudiquen. Hay que detectar dónde está el veneno y procurar no tomarlo. Una persona tóxica puede disparar tu ansiedad y llevarte a la UCI.

La única manera de enfrentarse a la muerte es con la plena aceptación de la misma

–Vivimos en la sociedad de la ansiedad y el estrés.

–Yo me he propuesto vivir la vida como un paseo, y lo estoy consiguiendo. No podemos poner a prueba a nuestro organismo continuamente. Hay que saber discernir si el coste de una determinada actividad para nosotros es razonable o no. A nadie se le ocurre comprar una barra de pan por cincuenta euros, a no ser que sea imprescindible para sobrevivir. La peor prisa es la que nos imponemos nosotros mismos.

–¿Los españoles seguimos sin saber decir no?

–A mí, desde luego, me cuesta. Es un cuestión educacional. Es muy importante lo que llaman la asertividad.

–Es decir, como indica una definición, “la habilidad que permite a las personas expresar de la manera adecuada, sin hostilidad ni agresividad, sus emociones frente a otra persona”.

–Ahora mismo tengo en marcha el programa de las cuatro A, que se debe aplicar cuando una persona tiene un conflicto. Son: aceptación (da paz y corta la hemorragia), asimilación (pensar la solución), acción y, por último, aprender. Con eso se logra convertir esa carrera que, a veces, es la vida en un paseo disfrutón.

–Perdón por esta pregunta a bocajarro, ¿cómo nos enfrentamos a la muerte? ¿Cómo evitamos el pánico que nos produce?

–Ah, amigo, la muerte nos amarga a todos un poco la vida, ¿verdad? La única manera de enfrentarse a ella es con la plena aceptación de la misma, como cuando aceptamos que tenemos dos manos en vez de tres. Una paciente que tenía una angustia tremenda con ese tema llegó un día y me dijo que lo había resuelto con “los tres sentidos”: el sentido común, el sentido sobrenatural y el sentido del humor. A mí me da resultado.

–De los tres me quedo con el del humor. Al fin y al cabo es lo que nos salva.

–El humor disuelve los malos tragos. La espiritualidad, independientemente de la religión que sea, también ayuda a digerir mucho las cosas.

–La soledad es otro de los grandes problemas de nuestra sociedad.

–Hay una canción de Vinicius de Moraes que dice que “la vida es el arte del encuentro”. Con el primero que hay que tener arte para encontrarse es con uno mismo. Después, con los demás. El primero de todos, Dios.

–Pero eso, como ya le dijeron una vez, eso es solo para los creyentes.

–No, es para todo el mundo. Lo que pasa que los creyentes son los que lo aprovechan.

–No me gustaría acabar sin preguntarle por la depresión, tan omnipresente hoy en día.

–Es la enfermedad mental más frecuente y que causa más bajas laborales. López Ibor dijo que en unos diez años sería la principal causa de incapacidad de los humanos. Eso sí, su tratamiento ha mejorado muchísimo con la farmacología. Llevo cincuenta años tratando la depresión y puedo asegurar que las más persistentes están bajando, otra cosa es que necesiten tratamiento de continuo. Todas las depresiones tienen un componente orgánico y otro psicológico. Siempre hay factores de personalidad, educación, actitud y, al mismo tiempo, alguna avería química constatable.

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