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Vivir sin experimentar el miedo parece una propuesta, a primera instancia, seductora. Eliminar esa emoción desagradable que nos hace sentirnos indefensos y vulnerables, sin poder huir de ella,puede resultar incluso una ventaja para afrontar ciertos retos vitales. Sin embargo, todas las emociones cumplen una función primaria. En el caso del miedo, su papel es, si cabe, trascendental: la supervivencia. Si naciéramos sin miedo, la especie humana sería temeraria y se extinguiría, moriríamos. Por ello, por la pura inteligencia de la naturaleza y la genética tan sólo unas 400 personas en el mundo padecen una enfermedad que les hace vivir en su completa ausencia, ni tan siquiera lo experimentan en escenarios extremos de amenaza. La denominación que da nombre a esta afección es Urbach-Wiethen, en honor a los médicos descubridores de tal dolencia en 1929 -el dermatólogo Erich Urbach y el otorrinolaringólogo Camillo Wiethe-.
La lesión principal por la que se desencadena esta ausencia de emoción es un daño en la amígdala cerebral. Se trata de la zona encargada de procesar algunas emociones y en la que comienza la percepción del pánico o el temor. De hecho, los patrones traducidos en respuestas o impulsos físicos cuando nos encontramos ante una situación de riesgo o peligro son procesados por esta zona. Al principio, la respuesta es inmediata y automática, pero gracias a las neuronas y su función la información llega procesada a la corteza cerebral y somos capaces de poner escalas de gravedad al escenario al que nos exponemos.
Así se explicaría que muchos de los miedos que sufrimos cuando somos pequeños se superen una vez los procesamos y somos capaces de reconocer su impacto en la corteza cerebral, encargada de la decisión final. Pero si este estímulo ni siquiera nace, la información no viaja.
Lo que es llamativo, y también objeto de estudio médico, es que en los casos tratados el resto de emociones permanecen intactas: el amor, la ira, la melancolía o la alegría son experimentadas de manera normal. Lo lógico sería que, debido a la lesión, otras funciones y respuestas biológicas que regula esta zona cerebral se inhibieran.
Lo curioso no termina ahí, ni siquiera en la propia persona que lo padece y su comportamiento. Quienes padecen de este mal tampoco perciben las señales de miedo en otros. No reconocen las expresiones faciales que lo muestran ni son capaces de identificar una situación de peligro. No reaccionan ni fisiológica ni socialmente a las amenazas.
Los síntomas la enfermedad pueden dividirse, normalmente, en dos tipos y varían en función del paciente. Se pueden distinguir claramente los neurológicos y los dermatológicos. Entre ellos encontramos: voz ronca, lesiones y desgarros cutáneos, piel dañada por una mala cicatrización de las heridas, piel seca y arrugada o incluso pápulas alrededor de los párpados. Por suerte, la enfermedad no es mortal en sí misma, aunque las acciones derivadas de esta falta de autocontrol si pueden derivar en muertes más prematuras.
Otras características que pueden experimentarse son los problemas de memoria -un proceso del que también se encarga esta zona cerebral- con tendencias paranoicas y comportamiento agresivos. Incluso pueden enfrentarse a episodios de alucinaciones visuales y auditivas.
Uno de los casos documentados más conocidos es el de la paciente ''S.M''. Se trata de una mujer de 44 años que había pasado su vida sin que el miedo hiciera acto de presencia. El doctor Justin Feinstein, neuropsicólogo del Instituto Tecnológico de California, en Pasadena, puso a prueba a esta mujer durante seis años y la monitorizó.
Entre las pruebas el doctor la llevó a conocer especies exóticas como víboras o insectos venenosos. La mujer ni se inmutó al ver una serpiente pitón y los investigadores tuvieron que intervenir para que no acariciara una tarántula. Tampoco lo hizo en maratones de películas de terror, no se producía ninguna respuesta neuronal.
La paciente 'SM' relató en la radio como había sido su vida sin sentir esta emoción: “Un día estaba en el parque y un hombre que estaba sentado a mi lado me amenazó con un cuchillo en el cuello. En ese momento le hice frente con una frialdad absoluta y él, desconcertado, decidió soltarme”.
La kryptonita que acabó con su 'fortaleza', fue realizar un experimento para provocar una situación de asfixia. Lo hicieron a través de unos mecanismos que consiguen detectar la concentración de CO2 en sangre, el cual en altas concentraciones produce falta de aire. Finalmente, la exposición a esta situación desencadenó, por fin, el miedo.
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