Margarita de la Paz Pascual (psicóloga): "Vivimos en una cultura que rechaza el malestar y eso hace que muchos no sepan qué hacer con la angustia"
Investigación y Tecnología
Personas con empleo, estudios y familia comienzan a aparecer en los centros de atención, no por una vida desestructurada, sino por una existencia saturada
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Vivimos en tiempos donde la rapidez no es solo una cualidad, sino una exigencia. Todo debe resolverse de inmediato: las respuestas, las decisiones, las emociones. Y en medio de este vértigo cotidiano, hay quienes, incapaces de seguir el ritmo, buscan una vía de escape. Las adicciones, que alguna vez se vincularon con la exclusión social, hoy se infiltran en entornos que antes parecían ajenos: oficinas, hogares, universidades. Personas con empleo, estudios y familia comienzan a aparecer en los centros de atención, no por una vida desestructurada, sino por una existencia saturada.
La sociedad moderna ha elevado la productividad, el éxito y la perfección como estándares inalcanzables, pero esperados. No hay espacio para el dolor, la pausa o el error. Así, cuando la angustia o la tristeza se hacen presentes, no sabemos qué hacer con ellas ya que según explica Margarita de la Paz Pascual Rodríguez, psicóloga de Esvidas, Grupo Sanitario Reinservida, "vivimos en una cultura que rechaza el malestar, y eso hace que muchos no sepan qué hacer con la angustia. El consumo aparece como un atajo que anestesia, pero impide elaborar". La adicción aparece, entonces, no solo como una enfermedad, sino como el grito silencioso de una sociedad que ha perdido el contacto con sus emociones y su propio ritmo vital. En este escenario, las cifras de consumo crecen, pero más aún crece la desconexión con lo esencial: una vida vivida con sentido, y no únicamente con eficacia.
La era del "ya": una cultura que no tolera el malestar
El ideal de inmediatez lo impregna todo. Desde lo más simple, como es recibir una compra en pocas horas, hasta lo más profundo, como es esperar que nuestras emociones se regulen solas. Nos hemos acostumbrado a respuestas rápidas, a soluciones inmediatas, a estímulos que eviten cualquier tipo de vacío. En este contexto, las adicciones no son únicamente una respuesta a una sustancia o comportamiento, sino una forma desesperada de silenciar el malestar que no encuentra espacio ni comprensión en una cultura que no tolera la fragilidad.
El consumo, en cualquiera de sus formas, se presenta como un atajo que anestesia emocionalmente impidiendo, por tanto, procesar lo vivido, elaborar el dolor y aprender de él. No se trata únicamente de una crisis individual, sino de una señal colectiva: el ritmo que hemos normalizado está enfermando a las personas. Exigimos estar bien todo el tiempo, rendir sin pausas, sonreír sin importar el contexto. Pero la vida, por naturaleza, no sigue ese guion.
Las cifras más recientes, como las de la Red de Atención a las Adicciones (UNAD), revelan que el perfil del consumidor está cambiando. Para ser más concretos, "el 75% de las personas atendidas en 2022 eran hombres, la mayoría desempleados, con edades entre los 34 y 41 años y con consumo habitual de sustancias como la cocaína, el alcohol o la heroína, lo que es un claro ejemplo de que las tendencias en este sentido están cambiando". De esta forma, el estereotipo ahora también se corresponde con personas adultas, trayectorias formales y responsabilidades familiares, que buscan ayuda cuando el cuerpo y la mente dicen basta. Lo preocupante no es solo el número de casos, sino el mensaje que estas historias nos devuelven: necesitamos, como sociedad, reaprender a parar, a escuchar, a habitar el presente sin buscar atajos que nos desconecten de lo que sentimos.
Más allá de la abstinencia: reconstruir el sentido de vivir
El tratamiento de las adicciones no puede limitarse a la interrupción del consumo. Detrás de cada caso hay una historia que necesita tiempo, contención y resignificación. No basta con dejar de consumir; es necesario volver a construir una vida con sentido. "Acompañar a alguien en su recuperación también es reconstruir los lazos que se perdieron. Es volver a generar confianza, espacios de pertenencia y sentido de comunidad", manifiesta Ana Herrera González, trabajadora social de Esvidas. Esto quiere decir que acompañar durante los procesos es un camino lento, a veces con recaídas y con pequeños avances pero significativos. Y eso, en una cultura que premia la inmediatez y el resultado, es un acto casi revolucionario.
Por su parte, Guillermo Acevedo, director de Esvidas, destaca que los procesos terapéuticos requieren paciencia y escucha profunda. No hay fórmulas mágicas. Lo que se necesita son espacios donde se pueda hablar sin juicio, entender el origen del dolor y aprender a convivir con él sin intentar borrarlo a toda costa. En tiempos pasados, esta contención existía en la familia, en los vínculos cercanos, en el tejido social del barrio o de los amigos. Hoy, en muchos casos, ese sostén ha desaparecido o se ha debilitado, y el lugar que ocupaban los vínculos lo han tomado las pantallas, los algoritmos y la prisa.
Los espacios terapéuticos, por tanto, no solo ayudan a gestionar la adicción, sino que enseñan a habitar la vida de otra manera: a frustrarse cuando sea necesario, a desear con calma, a esperar. A recuperar el valor del tiempo como parte del proceso. En vez de buscar el "clic" que resuelva todo, se trata de construir, paso a paso, una existencia más humana, menos automática. Y en esa construcción está también el reflejo de lo que necesitamos transformar a nivel colectivo. Porque el problema no está solo en quienes caen, sino en la velocidad con la que todos corremos sin saber a dónde vamos.
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