La tarde que fue Museo

La hermandad del Museo marcha a la Catedral para conmemorar los 450 años de historia

Un traslado marcado por la solemnidad y por unas estampas inolvidables

Las fotos del traslado del Museo a la Catedral

Traslado del Museo a la Catedral por su 450 aniversario / Juan Carlos Vázquez

Desmoronándose el sol por la antigua calle de las Armas comprendíamos muchas cosas; fugazmente mudábamos el alma al corazón del XVI, cuando la ciudad era puerto y puerta. Nos asegurábamos participar de aquellos fieles que por San Andrés se conmovieron hondamente escuchando predicar acerca del instante supremo de la muerte del Hombre. Tanta fue aquella impresión que decidieron constituirse en torno a ese misterio, convertido en una sierpe de carne que se desliza por la madera buscando aleros donde seguir viviendo de abril en abril.

Las láminas vagas del río devolvían su palidez antigua sobre el canasto y unas nubes como crecidas de este Gólgota andaluz sombreaban grises entre anémonas y alhajas, en un fotograma de otro tiempo. Era otra vez viernes, como lo conocieron durante casi tres siglos y medio -esto es, tres cuartas partes de su historia- hasta que los lunes mudaron en penitencia. La cruz sostenía en sus aspas quietas los dos soles de las muñecas, y una vez más no vimos nada porque este Cristo quiere morirse solo: debimos imaginarnos esos labios maltrechos y secos, como juncos quebrados en el torrente de la voz; esos ojos que traspasan los horizontes de los cielos queriendo alcanzar más de lo que permite la eternidad y las espinas que, como tejas del universo, pintaban de sangre las pieles de San Vicente.

El Stabat Mater recorre los aledaños del Museo
El Stabat Mater recorre los aledaños del Museo / Juan Carlos Vázquez

Caminar con el Cristo del Museo es recorrerse a uno mismo; es el valor que otorga lo excepcional. Viéndolo marchar por las crestas de la Gavidia, ajado de contraluces, parece que vamos de la mano con nuestro yo adolescente, ese yo que descubría otras horas y otros mundos gracias a la Semana Santa; ese yo que entrecruzaba, como la Virgen de las Aguas, la mano de un primer amor del que nada más se supo, o marchaba con aquel amigo inseparable cada uno rumbo a su barrio; el yo que regresaba a casa de madrugada con el aguijón de las saetas aún ensartado en el espíritu, cuando el trinar de los pájaros anunciaba la cercanía de los primeros malvas del martes. Contemplar esa silueta entrecortada nos transporta a otra fiesta, a esos lugares que siempre volvemos, insobornablemente, una vez al año, para reencontrarnos con las mismas miradas y guardar los mismos silencios. Ir a buscar al Museo es como un sí tácito que nos pronuncian el corazón y la memoria, es saber que la dimensión propia de la Semana Santa avanza, existe y le resta una hoja más al calendario de su propio tiempo.

Qué anochecidas no habrán conocido esas pupilas, invencibles a la geografía y al urbanismo. Son 450 años y han pasado muchas cosas, más de las que pudiéramos imaginar; pero la cofradía del Museo ha decidido conmemorar los siglos que les marchan por las venas regalándonos en color lo que tantas veces hemos encontrado en hemerotecas y archivos, en las galerías de los anales cofradieros. Debimos aprender a mirar como nunca antes: ahora la torsión de la cintura y el promontorio del pecho, y luego... La plasticidad irrepetible de la Virgen de las Aguas, cercana a como Ramos la quiso y la entregó. Por un momento olvidamos varales y caídas, y techos y mallas, y tules y todo: la misma Virgen seguía ahí, a pesar de todo, con la carne restallándole en las piedras, arrodillada y dolorosa, implorando y entregándose. ¡Cuánta expresión, cuánta invitación a la belleza y a la supremación del dolor materno!

El cálido susurro del Salvador se dispersó en las estrecheces de Francos, cuando la piel de Marcos Cabrera se mimetizaba con los áridos amarillos de la Giralda. Un cielo amenazante teñía de grises candelabros y pináculos. Verdes y malvas de las flores mudaban quedamente sus colores a una suerte de ceniza parda. El Stabat Mater del Museo, una tarde de noviembre, había vuelto a recordarle a Sevilla que la continuidad de la historia es un milagro; que 450 años solo se cumplen una vez y que somos unos afortunados. Y, mientras, nuevamente hasta mañana, se nos dibujará en la retina y en los sueños esos ojos de la Virgen de las Aguas, como dos lirios azules a punto de marchitarse...

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