Y tus Penas son mis penas
Cultos
El traslado del Señor de las Penas al altar nos reconcilia con el sosiego de la espera
En apenas quince minutos nos evadimos de todo lo exterior para disfrutar de la belleza
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Resulta como adentrarse en las profundidades de una gruta circular que, durante el transcurso de la exploración, se convierte en un refugio en el que nos sentimos inviolables. Nada nos afecta, nada del universo exterior alcanza con sus zarpas nuestro espacio. Nada nos perturba, nada nos indica que estamos a pie y medio de una civilización en vértigo permanente, en superficie constante, en conductas abruptas.
Parece como sumergirse en una ficción fantaseada, en una novela sin más trama que el espíritu dispuesto a la consecución del todo que desea. Se asemeja a la animación de un viaje por los cielos, colgado de las nubes y de las noches, sin rastro de materias artificiales y caducas.
Traspasar el umbral de San Vicente un día de esos en que enero aún no ha trazado la identidad voluble de su nombre es como entregarse a una dimensión desconocida, reencontrarse con la virtud de la pausa, recrearse con la superlativa belleza de lo profundamente sencillo. En la oscuridad amiga de sus naves y en la comunión de los cuerpos invisibles se fragua una atmósfera cada vez más esquiva e imposible, se forja una sensación cada vez más desplazada y devaluada: la del disfrute, la del sosiego, la de la calma. Esos quince minutos, que valen sus manecillas en oro, merecen la más absoluta de nuestras atenciones. Porque ante tanta sobredosis de estímulos, tantos pensamientos en largo hacia el calendario, tanta insistencia de lo extraordinario, nos hallamos privados acerca de esos latigazos que son verdaderamente la razón de la supervivencia de la fiesta.
En ese órgano que lamenta coplas, en la voz que emerge desde casi nuestra propia memoria, en esa cruz que devuelve espadazos en el costado del tiempo subyace el remedio al vértigo, el escudo ante la impaciencia. Y -quizás lo más valioso- estos cultos, estas fragancias mínimas, son también un anticuerpo para el mayor de nuestros temores: la pérdida de la ilusión por esperar. Jesús de las Penas, lastimero y hombre, nos mira fijamente, se desliza entre nosotros, elevado sobre las flores que un día habrá de derramar sobre su frente. Rebrillan las espinas, la carne se arruga contra la piedra y de sus labios forzosamente abiertos se escapa el aire que nos falta. Ese aire que necesitamos para sabernos afortunados. Se descorre el portón de otro tiempo. De ese tiempo único que aún preserva la ciudad y que busca, en nosotros, su supervivencia.
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