El Chéjov de la Alfalfa

El perfil

Más que un médico, el doctor Yebra fue un humanista, un hombre del Renacimiento que volcó su inquietud en la Literatura y en los conventos

El médico Ismael Yebra en el patio de su casa
El médico Ismael Yebra en el patio de su casa / Juan Carlos Vázquez

Sevilla, 23 de diciembre 2021 - 06:00

Uno de los ilustres caballeros de la apócrifa Orden de la Alfalfa ha sido en las últimas décadas Ismael Yebra Sotillo (Sevilla, 1955-2021), un sevillano de humor fino, al estilo de Gila, socarronería profunda sin herir a terceros, sin hacer nunca sangre con la puya y viandante pacífico con una bolsa con libros. Humanista, hombre del Renacimiento en el siglo XXI y médico de elevado nivel científico según sus compañeros.

Yebra ha sido experto en los problemas de la piel, en literatura y en toros. En la práctica fue el presidente ilustrado del Observatorio de la Alfalfa y Otros Modos Sui Generis de Vida. De la Alfalfa al mundo, urbi et orbe.

Un sevillano veinteañero acudió apurado a su consulta ante la pérdida galopante de cabello. El afamado doctor, lejos de vender crecepelos de un laboratorio trincón y lejos de instar al gasto en preparados de minoxidilil al 5%, le firmó una prescripción que años después no olvida: “Lo mejor contra la pérdida de cabello, el único método infalible, es una cajita para ir guardándolos, ¿sabe usted?”. Y aquel joven se fue a la búsqueda de un cofre para sus pelos. Y hasta hoy. Humor se llama. Y el humor es algo tremendamente serio. Si Julio Iglesias sigue padeciendo alopecia es porque Yebra Sotillo no encontró la forma de mutar los genes que programan cuándo conviene ir buscando la cajita.

El doctor Yebra fue siempre un sevillano serio de puertas abiertas. Tan abiertas que sufrió el gorroneo de dermatólogo gratis por la jeta. Todo el mundo se creyó con derecho a pararlo por la calle para preguntarle por la manchita amarilla en el cuello, la verruga incipiente en la espalda o extrañas protuberancias en lugares mucho más delicados y especialmente necesitados de hábitos de higiene. El personal no tuvo reparos en darle el alto en la Feria o en la calle Muñoz y Pabón y, ala, a remangarse la camisa, a subirse el pantalón o a estirar el cuello, con todos los pelos por delante, para someter los lunares al dictamen de este dermatólogo de la categoría G. G.: de gorra y de guardia. Es lo que tiene la buena educación: los terceros se creen con derecho a abusar de ella. No saber decir que no en la tierra de los gorrones es llevar en la mochila una auténtica pajarería de plumaje variado, al más puro estilo del antiguo mercado dominical de la Alfalfa, por no salirnos de los lares que hoy se visten de luto por un sevillano brillante.

Ismael Yebra
Ismael Yebra / Rosell

Hay quien no sale en la Feria de una caseta como hay quien casi no sale de la Alfalfa en Semana Santa. El doctor Yebra fue de conformarse con ver las cofradías que pasaban por su casa: la Candelaria y San Bernardo. Y de acudir lo indispensable a la Feria. Fue un discreto penitente de San Isidoro, la cofradía de la familia. Y por encima de todo fue hermano de un insigne tabernero ya jubilado: José Yebra Sotillo, con quien se crió en la dureza de quedar prematuramente huérfanos de madre. Su padre murió –casualidades de la vida grabadas a fuego en la memoria– el día que Nixon tomó posesión como presidente de los Estados Unidos. Los renglones torcidos de Dios permitieron al niño Ismael, monaguillo de San Ildefonso, y a su hermano Pepe, siete años mayor, comprobar que hay vecinos que son los amigos ciertos en la hora incierta, que diría el aforismo de los clásicos.

Académico de la de Buenas Letras, de la que ha muerto siendo director, y de la de Medicina, aunque en realidad fue siempre más del mosto de Umbrete que de los tiros largos en la Casa de los Pinelo; más de evadirse por las celdas de los monasterios de Silos o Cardeña con su compadre Curro que de presumir de ferretería en la solapa. Yebra fue de esos selectos sevillanos que no se arrastran por un reconocimiento, pero que tampoco tuvieron complejo alguno en recoger una medalla, aunque sólo fuera por no resultar descortés. Y casos hubo en los que hubiera preferido no acudir a recibir el ad calorem. Muy habitual en la gente que lee ha sido siempre el desprecio por el mundo de las vanidades.

Jamás se le ocurrió pronunciar un pregón de Semana Santa. Lo suyo fue el culto interno, tal vez porque tenía sangre zamorana de Rábano de Sanabria. De ahí quizás su pasión por la clausura de los conventos, que se llevó décadas recorriendo hasta en las mañanas de agosto, cuando se topaba con corrales de gallinas en el San Clemente de los años ochenta. Yebra supo con precisión cómo el continente africano ha irrumpido con fuerza en los monasterios de la diócesis. Las monjas españolas son minoría. La negritud, que diría Anson, se ha apoderado de la vida contemplativa. Sevilla en clausura suena aún a órgano antiguo, sí; pero también al Waka Waka: esto es África. Dos mil libros sobre monasterios pueblan su biblioteca particular, sin contar otras temáticas.

Este Chéjov de la Alfalfa (“La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”) ha sido un gran seguidor de Curro Romero, otro académico. Su indudable sentido de la prudencia no le impidió el ejercicio de la crítica con los matadores que considera “albañiles del toreo”, aquellos que no adaptan la lidia al burel, sino que, a juicio de este galeno, torean siempre igual, como el que enfosca ladrillos. El ladrillo casa mal con el arte, pero muy bien con los pregones.

Usted podía acudir a la consulta de este médico, enseñarle una verruga, pedirle opinión sobre un herpes o codearse con él en la barra del Manolo, pero no entraba en el selecto club de sus amistades más íntimas hasta que no lo veía coger la guitarra y cultivar su afición por el cante jondo, una pasión que reservaba para ratos escogidos.

Un día le dedicaron una semblanza en un periódico, que agradeció con unas líneas en las que se traslucía el sonrojo que le provocaba el protagonismo repentino en toda persona educada en la discreción, ese verse en la palestra, ese saberse incluido ya en ciertos círculos de la sociedad oficial sevillana por su condición de académico. El periodista le respondió con uno de los mensajes finales de Muñoz Molina en Todo lo que era sólido, cuando pide a los informadores profesionales que concedan notoriedad y proyección a quienes hacen tareas verdaderamente sustanciales para la sociedad, personas generalmente anónimas que, como Ismael Yebra, llevaban décadas siendo como son, pero que esta ciudad, moribunda e indolente, saca a la palestra sólo por un repentino instante de lucidez. Este humanista de la Alfalfa era aristócrata por su sencillez, amigo de Juan Antonio Romero, Juano, compadre de verdad y de vivecias, llamadas de teléfono cotidianas, confesiones y encuentros frecuentes. Y realmente hizo cosas sustanciales por la sociedad, además de dejarse un dinero en Céfiro o en la librería de viejo de Los Terceros. Y de estar harto de analizar verrugas por la calle. Aunque nunca lo decía. Nobleza y educación obligaban. Y a ciertas alturas de la vida no debía estar uno ni para bajar escaleras, ni para cambiar su forma de ser. Más bien para disfrutar de la paz eterna de un convento, siempre con Victoria en sus pensamientos.

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