Reflexiones de una palaciega
Qué pena de pueblo. De mi pueblo. Es el mío y el de otros 38.000 vecinos que estos días han visto en primera plana la peor postal posible de Los Palacios. Un ayuntamiento en llamas, que hace tiempo que lo está aunque no literalmente. Y una memoria colectiva achicharrada que, a pesar del hollín del archivo municipal arrasado por el fuego, sigue y seguirá estando viva. Tal vez, más que nunca.
Si hay algo que caracteriza al palaciego es su orgullo de pueblo, que siente como si no hubiera otro en el mundo. ¿Tú eres del pueblo? Te puede preguntar cualquiera de ellos que te vea en Nueva York, así, sin más detalles. Y, por este sentimiento, duele especialmente que una gran mayoría sienta hoy vergüenza de Los Palacios. Bueno, no es del todo así. En realidad se siente vergüenza de que una situación a la que nadie ha podido, sabido o querido poner remedio. Un ayuntamiento en quiebra y un pueblo quebrado. Y eso duele, como duele arrastrar tres y cuatro meses sin cobrar, y otros muchos más en paro, y cerrar negocios, y vivir sin ver la luz al final del túnel y no tener a ningún referente en el que confiar.
El grave incendio de la madrugada del jueves ha disparado críticas y acusaciones de todo tipo. Hablar es fácil y no suele costar dinero. Que si los de antes querían borrar huella, que si los de ahora buscan protagonismo, que si son vecinos indignados, que si ha sido una gamberrada con fatídico tino...
Cuando estalla el polvorín lo prudente es contar hasta diez y callar, aunque hay quien criticará incluso este silencio. Y echar la vista atrás para entender qué ha pasado. La cosa no se va a aclarar de un día para otro y eso compete a la Guardia Civil y a la Justicia.
De lo que no hay duda es de que el pueblo es víctima de una crisis económica y de valores -cuál no lo es- y, sobre todo, de una mala gestión que han dejado las arcas en bancarrota, y esto tampoco es exclusivo del municipio. En general, es indiscutible que la política se ha tomado en los últimos tiempos, más de la cuenta, como una tabla de salvación para quien no tenía otro oficio o quien quería probar las mieles de un éxito sin mirar las líneas rojas, olvidándose de que la política debe ser un servicio público. Y para ello se necesita vocación, no ambición. Gobernar, y hasta hacer oposición, no es fácil. Hoy menos . Es un cometido para valientes y responsables dispuestos a comerse marrones y luchar contra lo imposible a sabiendas de que cualquier cosa que hagan, para bien o para mal, tendrá efectos colaterales. La política hoy tampoco es para idealistas. Que se sepa, nadie dijo que reconducir a Los Palacios fuera tarea fácil.
Y, por ello, ahora toca apagar los fuegos, nunca mejor dicho, y buscar la unión, la que reza en el escudo de Los Palacios y Villafranca. Y no cerrar los ojos. Basta con abrirlos para ver toneladas de papel quemado. Legajos entre los que pueden estar facturas, expedientes, auditorías... sí. Y también muchas otras actas y libros que forman parte de la memoria de un pueblo, de la historia de todos. De algunos hechos sólo quedará constancia en las libretitas que rellenaba a diario Francisco Mayo y que tiene a buen resguardo su nieto Julio Mayo, el archivero municipal que se desvive estos días por amortiguar la hecatombe.
Y eso está más allá de los colores políticos y los nombres propios. Es muy grave. Los documentos más valiosos se han salvado de la quema, como el Libro del Becerro, joya del siglo XVII que tal vez muchos desconocen (podría ser una buena ocasión para exponerlo). El pueblo ya ha perdido mucho patrimonio histórico, pero le queda el humano, mucha gente humilde, honrada y con talento. Ojalá el humo no nuble la conciencia de sus vecinos ni de sus políticos. Sólo el orgullo, bien entendido y mejor llevado, salvará al pueblo.
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