La construcción del puente de Triana: siete años que cambiaron Sevilla
Sevilla insólita
Las obras comenzaron el 13 de diciembre de 1845, poco después de que el viejo puente de barcas fuese desplazado aguas abajo y era alcalde J. J. Lesaca
El próximo 13 de diciembre se cumplen 180 años desde la construcción del puente de Isabel II (1845-52), conocido universalmente como de Triana; obra que representa uno de los capítulos más decisivos en la modernización de la Sevilla del siglo XIX. Hasta entonces, el arrabal de Triana dependía de un puente de barcas instalado en el siglo XII por los almohades. Aquella estructura era inestable, vulnerable a las crecidas y obligaba a continuas interrupciones del paso por reparación. La ciudad necesitaba una conexión digna, sólida y permanente, acorde con las aspiraciones de una capital en proceso de transformación económica.
En 1844, el Ayuntamiento estudió diversas propuestas y finalmente confió el proyecto a los ingenieros franceses Fernando Bernadet y Gustavo Steinacher. Su diseño se inspiraba en el parisino puente del Carrousel, obra emblemática del ingeniero Polonceau, quien proponía una estructura de hierro fundido organizada en tres grandes arcos elípticos. Este planteamiento combinaba ligereza visual con una notable resistencia, y suponía introducir en Sevilla un lenguaje arquitectónico propio de la Revolución Industrial.
Las obras comenzaron el 13 de diciembre de 1845, poco después de que el viejo puente de barcas fuese desplazado aguas abajo. Como curiosidad, ese día en el cimiento del estribo del lado de Sevilla, dentro de una cajita de plomo, fueron introducidas el acta de la colocación de la primera piedra, el pliego de condiciones de la subasta, la certificación de la diligencia de remate de las obras y varias monedas corrientes de oro y plata, acuñadas aquel año. Era alcalde en aquel momento J. J. Lesaca.
La fase inicial se centró en las cimentaciones, un desafío especialmente complejo debido a la naturaleza arenosa y móvil del lecho del Guadalquivir que, en parte, había condicionado que anteriormente no se hiciese otro puente. Para garantizar la estabilidad de las pilas, se recurrió a técnicas de contención y refuerzo que exigieron un control constante de los niveles del agua y corrientes. Este trabajo subterráneo, casi invisible para la ciudadanía, resultó ser uno de los capítulos más laboriosos del proyecto.
La obra combinó piedra y hierro: las pilas y estribos se levantaron con sólidos sillares procedentes de la zona de Fuente de Cantos (Badajoz). Las piezas metálicas —más de 27.000 de distintos tamaños y formas con un peso de casi 900 tn— se produjeron en la fundición San Antonio, regentada por los hermanos Bonaplata; pioneros en la introducción de maquinaria industrial en Sevilla. El hierro dulce maleable para las piezas forjadas procedía de distintos puntos de la Península (Guriezo, El Pedroso, Marbella y Vizcaya), e incluso del extranjero (Escocia).
Las dificultades no tardaron en aflorar. Steinacher, director de la obra, solicitó en 1848 una prórroga de un año alegando contratiempos ajenos a su control (estallido de la Primavera de los Pueblos). La administración municipal, impaciente ante el lento avance, abrió expediente y llegó a plantear la rescisión del contrato. Las discusiones técnicas se entrelazaron con tensiones políticas y económicas, y la obra avanzó entre periodos de actividad intensa y fases de estancamiento. Los informes reflejan también la complejidad de trabajar en mitad del río, donde cualquier crecida amenazaba con derribar andamios y desplazar maquinaria.
En 1851, para encauzar definitivamente el proyecto, la dirección recayó en el también ingeniero Canuto Corroza, quien se ocupó de ajustar detalles y poner orden en la coordinación técnica. Fue él quien supervisó la etapa final del montaje de los arcos y la preparación de la prueba de carga, realizada a finales de enero de 1852 con resultados satisfactorios. Con esta verificación, la estructura quedó lista para ser entregada a la ciudad.
La inauguración oficial se celebró el 23 de febrero de 1852 en medio de un ambiente festivo. La jornada incluyó desfile militar, bendición arzobispal, procesiones desde la parroquia de Santa Ana y concursos populares a ambas orillas del río. Triana vivió la apertura como un acto simbólico: por primera vez disponía de un acceso fijo que la integraba plenamente en la vida urbana sin depender de mareas, reparaciones improvisadas o cierres repentinos. No obstante, el uso cotidiano del puente no se autorizó hasta el 30 de junio, cuando se aprobaron las ordenanzas que regulaban el tránsito de peatones, carruajes y animales.
El coste total de la obra se amortizó mediante dos portazgos temporales situados en El Tardón y Patrocinio, establecidos durante una década. El viejo puente de barcas fue subastado poco después, poniendo fin a una etapa histórica y marcando el comienzo de otra.
A lo largo del tiempo, el puente de Triana no ha sido inmutable: ha sufrido intervenciones necesarias para adaptarlo al aumento de tráfico. A finales del XIX se instalaron raíles para tranvías, mientras que en 1918 se amplió el voladizo. Quiso ser derribado en 1974, pero se acometió una intervención sustancial que convirtió el tablero en autoportante para preservar la estructura original de arcos como elemento decorativo —es decir, la carcasa metálica visible ya no soporta toda la estructura—, trabajo que buscó aunar seguridad y conservación patrimonial.
El de Triana es un puente funcional y estético; una pieza fundamental de ingeniería que no solo conectó dos orillas, sino que unió tradiciones, economías y formas de vida. Hoy continúa siendo un símbolo de Sevilla y una de las obras más destacadas de la ingeniería civil española del siglo XIX. Es el segundo puente en la historia de la ciudad, siendo actualmente el más longevo, y el segundo de hierro más antiguo conservado en España. A 180 años de la colocación de su piedra fundacional, nuestro puente representa la suma de ingeniería, adaptación y memoria colectiva: un monumento vivo que, a la vez que conecta riberas, enlaza épocas.
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