El nombre de todos los ahogados
Todas las ciudades se han mirado por dentro para señalar su mapa de zonas críticas y ahora nombramos la nueva geografía del terror: la España Inundable
Estos días de apocalipsis en el Mediterráneo han cambiado para siempre el mapa de la razón y de las emociones. La lluvia ya no será igual porque tendremos en el imaginario reciente las imágenes pavorosas de las inundaciones. Algo se ha trastocado en el frágil territorio de las certezas, como si el mundo se hubiera puesto del revés y ya no fuéramos capaces de interpretar nuestro tiempo.
Atrás quedaron aquellos otoños en los que en los telediarios aparecían las noticias de la temida gota fría. Eran parte de la liturgia anual y cíclica porque acudían puntuales a la cita, siempre cuando entablaban singular batalla los aires fríos y los calientes del verano. Ese Mediterráneo de aguas tibias que parecía ascender a los cielos para transformarse en temporal. Lo de ahora ha sido otra cosa, quizás el aviso de que ha entrado otro tiempo, como si hubiéramos inaugurado definitivamente las catástrofes que nos devorarán. Todo lo que anunciaban las crónicas proféticas del cambio climático. Antes llovía y se desbordaban los ríos, y moría gente y se llenaba el alma de lodo y fango. Pero en este presente estamos estrenando las pesadillas devastadoras del futuro.
Ante la contemplación del desastre, todas las ciudades se han mirado por dentro para señalar su mapa de zonas críticas. De pronto, los paisajes urbanos han mostrado su lado más vulnerable, estrenando una nueva forma de denominar territorios. Igual que en los últimos años hemos hablado de la España Vaciada, ahora nombramos la nueva geografía del terror: la España Inundable. La especulación urbanística, la desidia de la gestión política en sus ordenamientos urbanos y la ausencia de responsabilidad personal han hecho que seamos unos okupas de la naturaleza. Edificar en lechos de inundación tiene como respuesta venganzas míticas. De la misma forma que en las historias bíblicas se castigaba a los pecadores o a los que transgredían los límites del orden divino, la naturaleza devuelve ahora la fuerza implacable de su ley.
En el siglo XVI apareció en Sevilla un libro anónimo titulado Quexas de Sevilla á Guadalquivir por la inundación que padeció el año de 1522 y 1523. Se trata de un diálogo poético entre Sevilla y el Guadalquivir en el que la ciudad acusa al río y éste responde sobre las razones de sus grandes avenidas. Dice Sevilla al río: “Correr precipitado: rodear las villas con furioso murmullo, y obligar a refugiarse en las alturas al cobarde rebaño. Destruir las barcas pescadoras, romper el puente, y llevarte al océano cuanto arrastras”. Y contesta el Betis con argumento lógico: “Dícesme que corro por lugares y tierras tuyas. Sábete (si lo ignoras) que esta tierra no fue tuya, sino mía”.
Los ríos de nuestro hermoso paisaje se han vuelto salvajes. Y los arroyos que corren subterráneos bajo nuestras frágiles ciudades se han rebelado recordando el dibujo antiguo de sus cauces y meandros. Todo lo que hemos intentado borrar para ganar terreno a las postales fluviales que creíamos haber domesticado.
Y así hemos recordado sucesos antiguos o incluso algunos más recientes. Los planos que no quisimos atender porque alguien se ocupó de practicar el memoricidio de nuestros ríos y arroyos. Porque estábamos demasiado ocupados construyendo mastodontes de hormigón con los que alcanzar los cielos. Torres que querían hacer cosquillas a las nubes. Desafiar el destino de las ciudades que huelen a ríos y los pueblos que creyeron ganar terreno a los mares.
Hemos descubierto que nuestra hermosa Andalucía urbana también está en parte levantada sobre zonas perfectamente inundables. El Valle del Guadalhorce y el río Campanillas en Málaga, la desembocadura del Guadiana en Huelva, el Genil inquietando a Granada, el Guadalquivir recordando que es el río Grande a su paso por Jaén, Córdoba y Sevilla. Almería, empinada sobre el mismo abismo de las danas del Mediterráneo. Y Cádiz intuyendo que está posada en una frontera de probables tsunamis.
Con la codicia de nuestro presente estamos dibujando un futuro de regiones devastadas. Aunque no hay más que asomarse al pasado para recordar crónicas de riadas históricas, de azulejos en nuestro callejero que nos advierten hasta dónde llegaron las aguas y páginas que contaban cómo los ríos se habían salido de madre, es decir, de su cauce viejo. En las palabras de nuestra lengua está aún esa huella de los desastres. Toda la memoria antigua de las llanuras aluviales. Los ríos andaluces que también podrían recordar el nombre de todos sus ahogados.
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