La Gavidia: drama o farsa
El autor reflexiona sobre el pasado, presente y futuro de la antigua Jefatura de Policía de Sevilla, inmueble que se convertirá en un hotel
Sin milagro en la Gavidia
La memoria de la antigua Jefatura de Policía de Sevilla puede resultar antipática a muchos sevillanos. En la mente se guarda la pobreza prolongada de su mantenimiento, anterior de otro lado a sus dos largas décadas de desuso. Alguno aún recuerda la improvisada amalgama de aparatajes de aire acondicionado, roñosa piedra blanca, persianas polvorientas, estructuras y carpinterías desconchadas, que otorgaban ese aspecto sucio, destartalado y lúgubre a las instalaciones donde algunos, aún casi niños, expedimos nuestro primer DNI. Añadamos a la Jefatura su participación orgánica en el conjunto de ensanches —desde Imagen a La Gavidia— que en los 50 y 60 introdujeron las grandes piezas modernas al centro histórico sevillano, aún a expensas de edificios popularmente apreciados y reivindicados, independientemente de ponderar un valor arquitectónico más preciso. Sólo con estos dos elementos, sin necesidad de entrar en particularismos recalcitrantes, ni en las nebulosas de la memoria de la represión franquista, bastaría para entender la particular sociología en torno al edificio, y el poco afecto que parece atesorar entre amplios sectores de nuestra urbe. Pero a pesar de todo lo hasta ahora dicho, sería igualmente injusto no señalar que, de todas las incorporaciones modernas al centro de Sevilla, y que marcaron para siempre una época con la insigne participación de sus arquitectos entonces más señeros, la Jefatura de Policía, el edificio que la Dirección General de Seguridad encargó al arquitecto Ramón Monserrat en 1961, es sin duda el más destacado, y el que pudiera considerarse propiamente como inapelable obra maestra de la arquitectura moderna en Andalucía. Así lo denotan los diversos comités de expertos. Está presente en el Registro Internacional de Docomomo, en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz y, por tanto, protegido por el PGOU vigente.
Monserrat fue un arquitecto catalán que cursó sus estudios de arquitectura en Barcelona. Al terminarlos, se afincó en Sevilla, ciudad desde donde desarrolló la mayor parte de su actividad profesional hasta su reciente fallecimiento. De Barcelona traía una refinada corriente de la modernidad arquitectónica que, siguiendo a Mies Van der Rohe, habían introducido en la España de los años 50 arquitectos como César Ortiz-Echagüe y Rafael Echaide —véanse por ejemplo los edificios para la SEAT y nótese que Monserrat colaboró en su sede sevillana—, aunque presente igualmente en otras arquitecturas barcelonesas —véase la nueva Facultad de Derecho—. En la vocación de rápida puesta al día que entonces consumía al régimen franquista, estas arquitecturas de corte “miesiano”, de abstracción y claridad compositiva, incorporaron además valores que la arquitectura internacional entonces discutía, como pudieran ser la humanización de una práctica edificatoria, en esencia industrial y sistematizada, o el engarce de la modernidad con la ciudad construida. Siguiendo estos lineamientos, es fácil de explicar por qué la Jefatura de Policía de Monserrat fue un edificio preocupado por articular debidamente sus elementos constitutivos, tanto a nivel ciudad, como en su experiencia más directa y corpórea. En lo urbano, esta articulación se manifiesta en su descomposición en distintos volúmenes, negociando su relación de altura respecto a sus muy variados frentes y a su propia organización interna en torno a patios. En lo menudo, un lenguaje franco, la revelación directa del engranaje constructivo que permite que edificio pueda ser erigido, sin dejar de mantener su referencia a la escala de lo humano. Pues la exposición de la retícula estructural atenúa la masa del edificio para convertirlo en una sucesión de espacios superpuestos, del mismo modo que las pilastras rematadas por cada planta, con su debido orden clásico, indicaban la condición de un cuerpo sobre otro cuerpo de las fachadas de tradición clasicista. Pero es también la claridad del ensamblaje la que trasmite la serenidad de una exposición sincera de la lógica de las cosas, opacada hace mucho por un estado de conservación miserable. Compárese estos aspectos comentados, por ejemplo, con el adyacente Corte Inglés del Duque, que proyectó Luis Blanco-Soler con Pedro Flores y Pedro Vilata, entonces arquitectos de la casa. Frente a la fragmentación en volúmenes de la Jefatura, esta otra pieza moderna se presenta como un monolítico y hermético volumen, sin mayor interés relacional que el de imponer su propia y displicente lógica. La fachada, impenetrable, ausente. La escala indefinida, gran mole donde uno sólo puede perderse sin referencia alguna ni a ciudad ni a lo humano.
Es por ello una alegría que el edificio de la Jefatura, sobre el que en su día se jugueteó con la declaración de estado de ruina, no haya sido derribado y sustituido por cualquier banalidad de las que ahora abundan, en ese régimen de obras de mucha premura y poco cariño que hoy parecen invadir Sevilla. Pero la imagen en ejecución que ahora ofrece el edificio deja algún desasosiego entre aquellos que aún quisieron apreciar su arquitectura. Para cumplir con las prestaciones que su cambio a hotel precisa —opción probablemente poco adecuada y omnipresente ya en Sevilla— para hacer ventanas practicables o mejorar sus envolventes térmicas, el sistema completo de fachada será sustituido. Los elementos constitutivos del edificio, la estructura revelada que ofrecía esa imagen de superposición de cuerpos, su claridad expositiva, habrán desaparecido por completo. Como salvedad, debe indicarse, que lo hoy que se observa no será la imagen final del edificio. Ocultada ya la estructura original, un acabado aún pendiente recreará, como “máscara”, un lenguaje afín al que la Jefatura tuvo un día. Al final, quien sabe, cuando la obra finalice, quizá podamos volver a leer esa articulación compositiva donde resonó lo mejor de la arquitectura moderna de su tiempo. Aunque, paradójicamente, esto sólo se dé desde la traición a sus más sagrados principios: falsear la claridad estructural y constructiva por la que el edificio fue protegido.
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