El último servicio de don Remondo a Fernando III
calle rioja
Memoria. Ocho meses antes de que lo asesinaran, Alberto Jiménez-Becerril glosó en el Alcázar los méritos de Távora, Manuel Castillo, Javierre y Curro Romero en el día del patrón
Nadie imaginaba que aquella iba a ser la última festividad de San Fernando de un munícipe que ese 30 de mayo de 1997 tenía 37 años. Alberto Jiménez-Becerril (Sevilla, 1960-1998) intervenía en su condición de portavoz del Partido Popular en el Alcázar, ante un público que superaba el millar de personas, en el acto que proclamaba al dramaturgo Salvador Távora y al compositor Manuel Castillo como Hijos Predilectos de Sevilla y al sacerdote y periodista José María Javierre y al torero Curro Romero como Hijos Adoptivos. El próximo 30 de mayo se cumplirán 25 años de ese reconocimiento de un póquer de ciudadanos ejemplares. El acto lo presidió la alcaldesa Soledad Becerril.
Curro Romero es el único superviviente de los premiados en aquel acto. Távora y Castillo nacieron el mismo día, el 8 de febrero de 1930. El músico murió con 75 años y el creador de La Cuadra con 88. Javierre, el cura aragonés que dirigió El Correo de Andalucía y fue pregonero de la Semana Santa de Sevilla, murió con 85 años el mismo año 2009 en el que Asenjo Pelegrina relevó a Amigo Vallejo al frente de la diócesis de Sevilla. Ninguno de ellos imaginaba que aquel joven munícipe que glosaba sus méritos en el Alcázar se les iba a adelantar en la llamada de la Parca.
El acto tuvo como solemne colofón una conferencia del medievalista Manuel González Jiménez titulada Elogio de San Fernando, rey de Sevilla. Con una biografía de este monarca, el profesor nacido en Carmona que dirigió la Academia de Buenas Letras ganó el premio de Biografías Antonio Domínguez Ortiz. Una Academia situada en la Casa de los Pinelo, calle Abades, a escasos metros del cruce de calles donde tuvo lugar el crimen. Alberto era mucho más joven que los premiados. De la quinta de 1960, el mismo año en el que nacieron sus rivales políticos, compañeros universitarios y amigos Luis Pizarro y José Luis Villar. La quinta de Antonio Banderas, Almudena Grandes o Diego Armando Maradona.
No hubo más celebraciones de San Fernando para Alberto Jiménez-Becerril. Su urna funeraria y la de su esposa, la procuradora Ascensión García Ortiz, no las diseñó Laureano de Pina. Las visita el pueblo cada 30 de enero en la calle Don Remondo esquina con Cardenal Sanz y Forés, junto a uno de los laterales del Palacio Arzobispal. Curiosamente, este don Remondo fue arzobispo de Sevilla en tiempos de la toma de la ciudad por Fernando III y es uno de los cuatro personajes que acompañan al monarca en la estatua ecuestre de la Plaza Nueva junto a Alfonso X el Sabio, el almirante Bonifaz y Garci Pérez de Vargas.
Justo ocho meses después de aquellos honores fernandinos, en una fría noche de enero, asesinaron al joven munícipe y a su esposa, que portaba unas flores para que sus hijos las llevaran al colegio al día siguiente, Día Mundial de la Paz. Los mataron justo cincuenta años después del asesinato de Gandhi. 1998 fue un buen año para nuestros vecinos. Francia ganó el Mundial de Fútbol con dos goles de Zidane a Brasil y Saramago obtuvo el Nobel de Literatura. Alberto representó a la alcaldesa cuando recibió en el aeropuerto de Sevilla a Carlos Totorika, alcalde de Ermua, que recorrió España para recoger el afecto y la rabia causados por el asesinato de Miguel Ángel Blanco el 13 de julio de 1997. El mes que había empezado con la buena noticia de la liberación de Ortega Lara. Para Sevilla no fue un buen año. Se paró el reloj. Un año que empezó con ese cobarde crimen y terminó el último día, amarga Nochevieja, con las cinco víctimas mortales provocadas por el derribo de la fachada del Bazar España en la esquina de la Ronda con la Avenida de Miraflores, junto a la parada del 12.
24 años ya. Un año más, se suele decir. El tiempo avanza para los verdugos, no para sus víctimas. Teresa Jiménez-Becerril, la hermana de Alberto, lo último que imaginaba era que iba a meterse en política. Dice que no le gusta pasar por esa calle. El final de las restricciones volvió a llenar de turistas la calle Ortiz de Zúñiga en la que todavía está el bar Antigüedades donde Alberto y Ascen tomaron la última copa con unos amigos. Ellos se llevaron customizados el 11-S y el 11-M. No les dejaron asomarse al nuevo milenio, ver crecer a sus hijos, disfrutar de esa paternidad renovada que es ser abuelos. Los abuelos no deberían morirse nunca, escribe Ana Iris Simón en su libro Feria. Pero si los matan… Para el verdugo el tiempo sí corre: ellos sí ven crecer a sus hijos, los trasladan a prisiones más próximas a casa, les conceden beneficios penitenciarios, a algunos los reciben como héroes homéricos, sus correligionarios ocupan escaños en el Congreso y deciden mayorías parlamentarias.
Han llegado dos obispos nuevos a la diócesis, cuatro alcaldes nuevos a la ciudad, dos papas diferentes al Vaticano y tres presidentes al Palacio de la Moncloa. Dicen que podría haber llegado a alcalde, a ministro o a presidente del Sevilla, a lo que hubiera querido. Sus asesinos dejaron ese futuro lleno de proyectos en pura hipótesis y conjetura. El tiempo se detiene en Sevilla cada 30 de enero, como si el año tuviera un día menos, al revés que los años bisiestos. Alberto y Ascensión siguen unidos en dos calles perpendiculares de la Sevilla que creció con el derribo del muro de Torneo, el desvío de la línea del tren y la Sevilla del 92.
Como un último servicio de don Remondo al rey Fernando III, a Alberto lo asesinaron por ser un servidor público. Y a Ascen por compartir una vida de ellos que era de tantos. Su sangre ennoblece la tarea política y envilece a quienes minimizan la obligación moral de recordarlos.
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