El Arquitecto
Opinión
Monchi sufrió una mutación el 1 de junio de 1997, con sus lágrimas por el descenso a Segunda en el frío pasillo del Carlos Tartiere: fue la génesis de la gloria del Sevilla
El pasado 21 de agosto, cuando veía a Julen Lopetegui derramar lágrimas de emoción tras alcanzar la gloria en el Rhein Energie Stadion de Colonia, no pude evitar acordarme de otras lágrimas, unas lágrimas que no eran de emoción sino de lamento, de dolor. Aquellas lágrimas sinceras mojaban el suelo gris de un frío pasillo del Carlos Tartiere de Oviedo. Era el 1 de junio de 1997 y aquel día, el Sevilla Fútbol Club descendía a Segunda División, tras un año desolador, en el que, si algo podía salir mal, salía mal necesariamente. Y allí, en un rincón de aquel frío pasillo, desplomado en el suelo y retorcido sobre sí mismo, sin consuelo, un chaval de San Fernando escenificaba todo el dolor del sevillismo.
Decía Albert Einstein que "la creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura". Me acordé de esa frase del genio alemán mientras miraba el televisor, aún noqueado por la impresión de la grandeza que significaba esa gesta deportiva, todavía casi sin poder articular palabra, sin encontrar la manera de expresar lo que acabábamos de vivir. Y pensé en aquel 1 de junio de 1997, cuando todo era angustia para la familia sevillista, recordé aquel día, que dio paso a la noche más oscura, y entendí que Einstein tenía razón, porque en aquel rincón de aquel frío pasillo de aquel vetusto estadio asturiano, retorcido de dolor en el suelo, aquel chaval de San Fernando estaba sufriendo una mutación. Aquel momento, visto hoy desde la perspectiva que nos regala el tiempo, estaba significando el nacimiento del mito. Y esa frase del padre de la relatividad se estaba haciendo verdad en aquel portero suplente. Fue la génesis de la gloria rojiblanca. El día 1 de junio de 1997, una luz iluminó aquel rincón de aquel frío pasillo y nació el Arquitecto del Sevilla Fútbol Club, ese Mesías que ha hecho que las aguas del mar de la mediocridad se separen para llevarnos a la Tierra Prometida.
Que nadie presuma de éxitos, que nadie quiera arrogarse el mérito, porque han sido tan sólo dos años sin él y la pendiente por la que nos despeñábamos parecía no tener fin. Ni uno ha ganado dos ni otro ha ganado cuatro. ¡Él ha ganado seis! Porque él es el denominador común de todos los momentos de gloria, él y sólo él es el Arquitecto de un templo majestuoso que comenzó a construir, desde la primera piedra, aquel 1 de junio de 1997. Un templo construido sobre las ruinas del anterior, porque, como sentenciaba Nietzsche, "si un templo ha de erigirse, también ha de derribarse". Las lágrimas de Julen cerraban el círculo que comenzó a trazarse con otras lágrimas, las lágrimas que Don Ramón Rodríguez Verdejo, nuestro Monchi, vertió aquel día negro, pero a la vez glorioso, porque aquel día se derrumbó el templo y el Arquitecto recibió la inspiración para construir el nuevo, uno que parece no tener fin.
Cuando la Ciudad Eterna sedujo a Monchi y nos dejó, supe que aquella mágica historia tocaba a su fin. Algunos entendieron cómo moja la lluvia cuando les quitan el paraguas. Entonces, tristemente, fuimos viendo cómo se desmoronaba la obra, llegando su ocaso cuando Kjaer resumió el esperpento con un inútil y ridículo intento de despeje de aquel balón que se alojó en la red, haciendo que hincáramos la rodilla en nuestro torneo. Aquello colmó el vaso de la paciencia y el ruido de sables se hizo espeso en Sevilla. Se avecinaba tormenta en Nervión. Pero de repente se obró el milagro y la tormenta se disipó antes de descargar. Sucedió que la ciudad de Rómulo y Remo, una ciudad que brinda homenajes a la arquitectura por todos sus rincones, no supo cuidar al Arquitecto y él quiso volver. Que nadie se ponga medallas, porque si Monchi hubiera creído que no era hora de volver a casa y se hubiera marchado a orillas del Támesis, hoy el inquilino del palco sería otro con total seguridad. Pero lo cierto es que nuestro Arquitecto quiso volver y, por si alguien albergaba aún alguna duda, lo ha vuelto a hacer, nos ha vuelto a separar las aguas y nos ha llevado otra vez al paraíso.
Aquel chaval de San Fernando es la clave de todo, no le den más vueltas. Y no lo digo como aposición explicativa. Lo digo desde un punto de vista puramente arquitectónico. Porque, hablando de arquitectura, ¿saben una cosa?, la última pieza que se coloca en la construcción de un arco se llama clave. La clave equilibra toda la construcción, transmitiendo a todas las demás piezas del arco la tensión necesaria para que éste se mantenga en pie. Y sí, si retiramos la clave de un arco, todo se derrumba. Supongo que nadie tendrá dudas a estas alturas, viendo al equipo, las caras de los jugadores, el compañerismo reinante, el ambiente increíble existente en ese vestuario y el compromiso de todos, de que la clave está de nuevo en casa.
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